La leyenda de la lloclla de san Lázaro
Por las postrimerías del siglo dieciocho había llegado a Arequipa un español llamado Felipe Montiel, procedente de las montañas de Burgos en los Reinos de España. Tendría unos veinticinco años de edad y se ganaba la vida arreglando santos. Luego de haber instalado su pequeño taller en una casa ubicada en lo que es hoy callejón de la Bayoneta del antiguo barrio de San Lázaro, el escultor se dedicó a buscar clientes en las parroquias de la ciudad y de los distritos aledaños, así como en los conventos y monasterios.
Al principio los vecinos de San Lázaro vieron con malos ojos al forastero que se había instalado en el barrio pero su cortesía y buen comportamiento, así como su habilidad para reparar santos, terminaron por conquistarle la buena voluntad de la gente.
En sus andanzas por las parroquias de los distritos en busca de santos que restaurar o de altares que reconstruir, Felipe Montiel conoció en Characato a una bella campesina, llamada Aniceta Berrocal, vendedora de leche a lomo de burro como antes se hacía. Y pronto, ¡quién lo creyera!, a la vuelta de dos semanas, Felipe y Aniceta ya eran esposos unidos por el Santo Sacramento del Matrimonio.
Cierta tarde un grupo de amigos reunidos en la Plazoleta de San Lázaro, hablando acerca de los matrimonios relámpagos, comentaban:
—Eso de casarse a las volandas, y sin que medie el noviazgo de un año por lo menos, es como poner a comer en un mismo plato a perro y gato.
—Dice usted una gran verdad.
—Ejemplo reciente de lo que se está hablando es el matrimonio relám- pago del forastero Felipe Montiel con una lechera de Characato.
—Y ¡qué lechera, que sólo sirve para ordeñas vacas!
—Ateniéndome a los insistentes rumores que corren, es un matrimonio que pronto acabará a capazos.
Tales rumores, en efecto, no eran obra de gente malediciente, sino cosa verificada que Aniceta Berrocal, solía armarle camorra todos los días a su marido. Alarmado Montiel por las rabietas de su mujer, optó por llamar a un galeno. Después de examinar tres o cuatro días seguidos a la presunta enferma, el médico se encerró con el marido en el taller de escultura para decirle en secreto que la Aniceta era una mujer insociable y de un carácter cruel e insensible.
—Si quieres tener vida tranquila —le aconsejó el galeno— devuélvela al hogar de sus padres para que allí continúe en su oficio de ordeñar vacas y de vender leche en su burro.
Todavía Montiel no se decidía a poner en práctica el consejo que le diera el galeno, cuando la Aniceta enfermó de agudo dolor de vientre acompañado de intermitentes vómitos. El médico diagnosticó «cólico miserere», dolencia inoperable en aquel tiempo y de pronóstico grave. Dos días después, la enferma, pálida y flaca, con la pared anterior del vientre dura y de consistencia leñosa, entró en estado delirante confundiendo a unas personas con otras; falleció al cuarto día de enfermedad, no sin antes haber recibido el Sacramento de la Extremaunción.
El cadáver fue conducido a la ermita de San Lázaro, ubicada en la margen derecha de la lloclla, con gran acompañamiento de amigos y de curiosos, para que se celebraran las exequias de cuerpo presente. Cuando el párroco provisto de hisopo y agua bendita, se disponía a dar término a los funerales rezando un responso por el alma de Aniceta Berrocal, su- cedió que la tapa del ataúd empezó a levantarse hacia un lado. Primero asomó la cabeza de la presunta muerta cubierta con una corona de rosas ya marchitas, el rostro pálido y enjuto, los párpados entornados y la boca entreabierta como si quisiera hablar; poco después apareció el busto y el resto del cuerpo vestido del hábito de las monjas del monasterio de Santa Rosa. Ante aquella súbita visión, a varias mujeres le dio patatús, mientras que el resto de los asistentes salieron en tropel del templo, unos en dirección al callejón de Ripacha, otros hacia la Alameda, atravesando el puente.
Entretanto, la presunta muerta, cual un espectro venido del reino de la eternidad, ya ganaba con vacilante paso el corto espacio que separa la ermita del puente; más cuando ella llegó a este último lugar, se le vio caer de repente al cenagoso lecho de la lloclla.
Así murió por segunda vez la lechera de Characato que se había casado con el restaurador de santos de San Lázaro. Todavía se menciona que la mancha fosforescente, que aparece por las noches en el cenagoso fondo de la lloclla, es la señal clara y concreta de que la finada continúa penando en aquel lugar.
(Juan Manuel Chaves Torres, pág. 297, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
Al principio los vecinos de San Lázaro vieron con malos ojos al forastero que se había instalado en el barrio pero su cortesía y buen comportamiento, así como su habilidad para reparar santos, terminaron por conquistarle la buena voluntad de la gente.
En sus andanzas por las parroquias de los distritos en busca de santos que restaurar o de altares que reconstruir, Felipe Montiel conoció en Characato a una bella campesina, llamada Aniceta Berrocal, vendedora de leche a lomo de burro como antes se hacía. Y pronto, ¡quién lo creyera!, a la vuelta de dos semanas, Felipe y Aniceta ya eran esposos unidos por el Santo Sacramento del Matrimonio.
Cierta tarde un grupo de amigos reunidos en la Plazoleta de San Lázaro, hablando acerca de los matrimonios relámpagos, comentaban:
—Eso de casarse a las volandas, y sin que medie el noviazgo de un año por lo menos, es como poner a comer en un mismo plato a perro y gato.
—Dice usted una gran verdad.
—Ejemplo reciente de lo que se está hablando es el matrimonio relám- pago del forastero Felipe Montiel con una lechera de Characato.
—Y ¡qué lechera, que sólo sirve para ordeñas vacas!
—Ateniéndome a los insistentes rumores que corren, es un matrimonio que pronto acabará a capazos.
Tales rumores, en efecto, no eran obra de gente malediciente, sino cosa verificada que Aniceta Berrocal, solía armarle camorra todos los días a su marido. Alarmado Montiel por las rabietas de su mujer, optó por llamar a un galeno. Después de examinar tres o cuatro días seguidos a la presunta enferma, el médico se encerró con el marido en el taller de escultura para decirle en secreto que la Aniceta era una mujer insociable y de un carácter cruel e insensible.
—Si quieres tener vida tranquila —le aconsejó el galeno— devuélvela al hogar de sus padres para que allí continúe en su oficio de ordeñar vacas y de vender leche en su burro.
Todavía Montiel no se decidía a poner en práctica el consejo que le diera el galeno, cuando la Aniceta enfermó de agudo dolor de vientre acompañado de intermitentes vómitos. El médico diagnosticó «cólico miserere», dolencia inoperable en aquel tiempo y de pronóstico grave. Dos días después, la enferma, pálida y flaca, con la pared anterior del vientre dura y de consistencia leñosa, entró en estado delirante confundiendo a unas personas con otras; falleció al cuarto día de enfermedad, no sin antes haber recibido el Sacramento de la Extremaunción.
El cadáver fue conducido a la ermita de San Lázaro, ubicada en la margen derecha de la lloclla, con gran acompañamiento de amigos y de curiosos, para que se celebraran las exequias de cuerpo presente. Cuando el párroco provisto de hisopo y agua bendita, se disponía a dar término a los funerales rezando un responso por el alma de Aniceta Berrocal, su- cedió que la tapa del ataúd empezó a levantarse hacia un lado. Primero asomó la cabeza de la presunta muerta cubierta con una corona de rosas ya marchitas, el rostro pálido y enjuto, los párpados entornados y la boca entreabierta como si quisiera hablar; poco después apareció el busto y el resto del cuerpo vestido del hábito de las monjas del monasterio de Santa Rosa. Ante aquella súbita visión, a varias mujeres le dio patatús, mientras que el resto de los asistentes salieron en tropel del templo, unos en dirección al callejón de Ripacha, otros hacia la Alameda, atravesando el puente.
Entretanto, la presunta muerta, cual un espectro venido del reino de la eternidad, ya ganaba con vacilante paso el corto espacio que separa la ermita del puente; más cuando ella llegó a este último lugar, se le vio caer de repente al cenagoso lecho de la lloclla.
Así murió por segunda vez la lechera de Characato que se había casado con el restaurador de santos de San Lázaro. Todavía se menciona que la mancha fosforescente, que aparece por las noches en el cenagoso fondo de la lloclla, es la señal clara y concreta de que la finada continúa penando en aquel lugar.
(Juan Manuel Chaves Torres, pág. 297, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa