El caballerito de las peluconas de oro
Grandemente entusiasmado Jaime María Liñán continuó charlando y Fray Prudencio escuchaba la relación que hizo de su vida durante sus años de pobreza, hasta que le reveló el enigma del curioso letrero que tenía su lujosa tienda en la calle Mercaderes: «El caballerito de las peluconas de oro».
Empezó diciendo que desde aquel día en que su esposa resultó grávida por sétima vez, él iba pensando que no contaría con los medios de vida necesarios para alimentar y educar a su nuevo hijo por nacer.
—¿Y el pago que ganabas como amanuense en la escribanía? —le preguntó el franciscano.
—No obstante que yo desempeñaba mi empleo con eficiencia, el escribano me dijo un día: «Oiga, Jaime María, siento comunicarle que desde la próxima semana su haber como amanuense será reducido a la mitad». «¿Cree usted que yo sea un mal amanuense después de ocho años de trabajo ininterrumpido?», le dije. «No es eso; es la carestía de la vida», me respondió. Así que hube de buscar trabajo adicional nocturno en una panadería.
—Vivías en el reino de la desventura —comentó el sacerdote.
—Pues, señor —prosiguió Jaime María Liñán—, sucedió que una noche, no bien concluida la comida, mi suegra dijo: «Francamente, yo opino que a mi sétimo nieto, si naciera vivo, se le lleve a la Casa de los Expósitos, porque me horroriza la miseria en que vivimos». Mi mujer se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, y luego replicó: «Pero, mamá, ¡cómo se te ocurre decir semejante cosa!».
Meses después de aquella triste escena, mi mujer dio a luz un varoncito a quien pusimos por nombre Álvarito. Era un hermoso y adorable niño, pero bien sabía yo que debía dejarlo en la Casa de los Expósitos.
A la media noche salí de mi casa, que se hallaba en la calle de Las Barras1 con el corazón adolorido, llevando a mi hijito oculto bajo mi capa. Anduve cautelosamente por las calles oscuras y solitarias como ladrón furtivo, deteniéndome en cada esquina para escrutar en la sombra si algún curioso me seguía. Luego que llegué a la calle del Coliseo2, sentí que mis piernas se doblegaban y que un sudor frío corría por mi cuerpo. Sin embargo, tras breve descanso, conseguí caminar hasta el «torno» empotrado a un costado de la puerta principal de la Casa de Expósitos. En el momento en que yo me despedía de mi hijito, besándole la carita, logré distinguir una sombra a la tenue luz de las estrellas.
—¿Un fantasma, quizás? —exclamó el Padre Prudencio.
—Fantasma, no —aclaró Jaime María Liñán, mientras liaba un cigarro—. Era un alguacil de carne y hueso, quien, luego de encender su farol y mirarme de pies a cabeza, me dijo: «Caballero, sírvase retirarse con la encomienda que lleva bajo su capa. Entienda usted que la Casa de Expósitos no es para los hijos de las personas acomodadas que usan capa española y sombrero de copa...». No supe qué contestar y cuando yo me disponía a dar la media vuelta para retirarme a mi casa, el colérico alguacil señalando a otro niño que yacía llorando en el torno, ordenó que me lo llevara.
«¡Vaya, vaya! No sólo era una encomienda sino dos con las que el gene- roso caballero quería obsequiar a la Casa de Expósitos». Dijo el alguacil.
—Molesto yo por aquella injusticia, le dije al alguacil «Sepa usted que yo no consiento burlas», y él, con su farol en una mano y un ronzal en la otra, me arrimó dos ronzalazos por las piernas, que hasta ahora me están doliendo.
—¡Valiente cosa! Y, tú, ¿qué le contestaste? —preguntó el Padre Prudencio.
—Yo, iba a propinarle una ejemplar golpiza, pero no me atreví.
—Hiciste bien, Jaime María, al tomar esa precaución para evitar un peligro mayor.
—Cargué a cuestas con los dos nenes y, luego que llegué a mi casa, mi mujer recibió sollozando a nuestro hijito y al nene desconocido, más cuando lo puso a éste sobre sus faldas, exclamó asombrada: «¡Por qué pesa tanto esta criatura! ¡Hay aquí un misterio! Mira Jaime María, dijo, yo soy bastante curiosa. Lo mejor sería quitarle los pañales». Así se hizo y varios cartuchos de monedas de oro rodaron por la cama, amén de numerosas esmeraldas, perlas y brillantes engastados en alhajas de plata y oro.
Al día siguiente muy temprano, mientras yo contemplaba extasiado aquel regalo del cielo, mi suegra comentó: «Oye, Jaime María, recuerdo en este instante haber visto, cuando yo era niña, una de estas antiguas mone- das en manos de mi abuelito paterno que la guardaba con tanto cuidado como si hubiese sido una reliquia; son las famosas peluconas de oro, de valor incalculable, que circularon en España con la efigie de Carlos IV.
—Con tan plausible motivo —prosiguió diciendo Jaime María Liñán— hicimos bautizar a nuestro huésped con el nombre de Pablo, por haberse verificado ese extraordinario acontecimiento en el día de la festividad del Apóstol San Pablo; y de añadidura le puso mi suegra el sobrenombre de «El caballerito de las peluconas de oro» en memoria del milagro de sacarnos de la miseria.
—El hombre prudente vale por dos —sentenció el Padre Prudencio, poniéndose de pie para retirarse a su convento—. Y permíteme que te diga Jaime María, que aquello de la maravillosa lluvia de las peluconas de oro bien pudo ser el jugoso regalo de alguna familia empingorotada... ¿me entiendes? No menos maravillosa es par mí, tu ecuánime actitud en la sofoquina de aquella noche con el malhumorado alguacil de la calle del Coliseo. No te faltó entereza y te sobró prudencia para conseguir, sin quererlo, que el jugoso regalo cayera en tu casa. ¿Milagro o casualidad? Allá los eruditos en cuestiones teologales. Pero el hecho sorprendente es que tú, luego de recibir en las piernas dos tremendos ronzalazos, cargaste en tus brazos, con cristiana mansedumbre, al caballerito de las peluconas de oro.
(Juan Manuel Chaves Torres, pág. 294, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
Empezó diciendo que desde aquel día en que su esposa resultó grávida por sétima vez, él iba pensando que no contaría con los medios de vida necesarios para alimentar y educar a su nuevo hijo por nacer.
—¿Y el pago que ganabas como amanuense en la escribanía? —le preguntó el franciscano.
—No obstante que yo desempeñaba mi empleo con eficiencia, el escribano me dijo un día: «Oiga, Jaime María, siento comunicarle que desde la próxima semana su haber como amanuense será reducido a la mitad». «¿Cree usted que yo sea un mal amanuense después de ocho años de trabajo ininterrumpido?», le dije. «No es eso; es la carestía de la vida», me respondió. Así que hube de buscar trabajo adicional nocturno en una panadería.
—Vivías en el reino de la desventura —comentó el sacerdote.
—Pues, señor —prosiguió Jaime María Liñán—, sucedió que una noche, no bien concluida la comida, mi suegra dijo: «Francamente, yo opino que a mi sétimo nieto, si naciera vivo, se le lleve a la Casa de los Expósitos, porque me horroriza la miseria en que vivimos». Mi mujer se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, y luego replicó: «Pero, mamá, ¡cómo se te ocurre decir semejante cosa!».
Meses después de aquella triste escena, mi mujer dio a luz un varoncito a quien pusimos por nombre Álvarito. Era un hermoso y adorable niño, pero bien sabía yo que debía dejarlo en la Casa de los Expósitos.
A la media noche salí de mi casa, que se hallaba en la calle de Las Barras1 con el corazón adolorido, llevando a mi hijito oculto bajo mi capa. Anduve cautelosamente por las calles oscuras y solitarias como ladrón furtivo, deteniéndome en cada esquina para escrutar en la sombra si algún curioso me seguía. Luego que llegué a la calle del Coliseo2, sentí que mis piernas se doblegaban y que un sudor frío corría por mi cuerpo. Sin embargo, tras breve descanso, conseguí caminar hasta el «torno» empotrado a un costado de la puerta principal de la Casa de Expósitos. En el momento en que yo me despedía de mi hijito, besándole la carita, logré distinguir una sombra a la tenue luz de las estrellas.
—¿Un fantasma, quizás? —exclamó el Padre Prudencio.
—Fantasma, no —aclaró Jaime María Liñán, mientras liaba un cigarro—. Era un alguacil de carne y hueso, quien, luego de encender su farol y mirarme de pies a cabeza, me dijo: «Caballero, sírvase retirarse con la encomienda que lleva bajo su capa. Entienda usted que la Casa de Expósitos no es para los hijos de las personas acomodadas que usan capa española y sombrero de copa...». No supe qué contestar y cuando yo me disponía a dar la media vuelta para retirarme a mi casa, el colérico alguacil señalando a otro niño que yacía llorando en el torno, ordenó que me lo llevara.
«¡Vaya, vaya! No sólo era una encomienda sino dos con las que el gene- roso caballero quería obsequiar a la Casa de Expósitos». Dijo el alguacil.
—Molesto yo por aquella injusticia, le dije al alguacil «Sepa usted que yo no consiento burlas», y él, con su farol en una mano y un ronzal en la otra, me arrimó dos ronzalazos por las piernas, que hasta ahora me están doliendo.
—¡Valiente cosa! Y, tú, ¿qué le contestaste? —preguntó el Padre Prudencio.
—Yo, iba a propinarle una ejemplar golpiza, pero no me atreví.
—Hiciste bien, Jaime María, al tomar esa precaución para evitar un peligro mayor.
—Cargué a cuestas con los dos nenes y, luego que llegué a mi casa, mi mujer recibió sollozando a nuestro hijito y al nene desconocido, más cuando lo puso a éste sobre sus faldas, exclamó asombrada: «¡Por qué pesa tanto esta criatura! ¡Hay aquí un misterio! Mira Jaime María, dijo, yo soy bastante curiosa. Lo mejor sería quitarle los pañales». Así se hizo y varios cartuchos de monedas de oro rodaron por la cama, amén de numerosas esmeraldas, perlas y brillantes engastados en alhajas de plata y oro.
Al día siguiente muy temprano, mientras yo contemplaba extasiado aquel regalo del cielo, mi suegra comentó: «Oye, Jaime María, recuerdo en este instante haber visto, cuando yo era niña, una de estas antiguas mone- das en manos de mi abuelito paterno que la guardaba con tanto cuidado como si hubiese sido una reliquia; son las famosas peluconas de oro, de valor incalculable, que circularon en España con la efigie de Carlos IV.
—Con tan plausible motivo —prosiguió diciendo Jaime María Liñán— hicimos bautizar a nuestro huésped con el nombre de Pablo, por haberse verificado ese extraordinario acontecimiento en el día de la festividad del Apóstol San Pablo; y de añadidura le puso mi suegra el sobrenombre de «El caballerito de las peluconas de oro» en memoria del milagro de sacarnos de la miseria.
—El hombre prudente vale por dos —sentenció el Padre Prudencio, poniéndose de pie para retirarse a su convento—. Y permíteme que te diga Jaime María, que aquello de la maravillosa lluvia de las peluconas de oro bien pudo ser el jugoso regalo de alguna familia empingorotada... ¿me entiendes? No menos maravillosa es par mí, tu ecuánime actitud en la sofoquina de aquella noche con el malhumorado alguacil de la calle del Coliseo. No te faltó entereza y te sobró prudencia para conseguir, sin quererlo, que el jugoso regalo cayera en tu casa. ¿Milagro o casualidad? Allá los eruditos en cuestiones teologales. Pero el hecho sorprendente es que tú, luego de recibir en las piernas dos tremendos ronzalazos, cargaste en tus brazos, con cristiana mansedumbre, al caballerito de las peluconas de oro.
(Juan Manuel Chaves Torres, pág. 294, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa