Apoteosis de un machacón
Cuando era uno de tantos estudiantes de Instrucción Media concurría a clases de matemáticas donde, me acuerdo como si todavía estuviera en su presencia, mi profesor era más preguntón que una esfinge.
Siempre me encontraba desprevenido y así digo para disimular otras cosas desdorosas que atañen a mi persona.
De repente, señalándome con un índice enorme que parecía la vara de un policía, me interrogaba a quema ropa:
—¿a + b?
—abc —contestaba con presteza.
— ¿a-b X a-b? —insistía con vehemencia el profe.
—b aba, b aba —contestaba muy orondo, creyendo deslumbrar al dómine con mi ciencia. Pero sucedía lo contrario. El Profesor se ponía lívido de ira, apretaba los puños y me lanzaba como pedradas sus imprecaciones:
—Es Ud. un pollino. Vaya Ud. a prestarse inteligencia de un asno. Mi escaso raciocinio no medía en toda su dimensión esa ofensa y sonriente la aceptaba como un elogio ya que me comparaba con un animal paciente y meditabundo.
Mis compañeros de aula, más humanos y comprensivos, que conocían mi debilidad mental me apodaban Pollito aunque querían significar lo mismo que nuestro maestro.
Mi fama de pollito crecía en todos los ámbitos del Colegio merced a mi genialidad asnal y a la propaganda que me hacían los profesores y alumnos.
Una vez de tantas concurrí a un circo, cuya atracción central y número principal era un pollino negro que distraía al público con un sinnúmero de pruebas a cual más ingeniosas, que arrancaban aplausos prolongados a los grandes más que a los chicos.
Entonces interiormente me dije: «Pollito, he aquí tu modelo, debes hacerte una notabilidad a quien todos aplaudan como al jumento de esta pista circense».
Consecuente con mi propósito me encaminé donde el alumno sobre- saliente de la clase y le pregunté:
—¿Cuál es tu secreto para ser tan aprovechado?
—Tengo mucho de la de acá –me respondió, señalándose las sienes con las manos.
Insatisfecho con la respuesta me dirigí donde otro colega que siempre llevaba un libro bajo el sobaco. Curioso inquirí:
—¿Qué haces para dar siempre bien tus lecciones?
—Sencillamente me paso de «claro en claro y de turbio en turbio», en compañía de los libros —me contestó todavía somnoliento.
Este consejo me pareció el más apropiado a la calidad de mi inteligencia.
Debía quemarme las pestañas. A fuerza de repetir y repetir debía meterme las lecciones a la cabeza. Desde entonces los cursos del Colegio fueron mis compañeros inseparables. En el comedor los bocados de alimento alternaban con las lecturas del texto. Durante el sueño los libros me servían de almohada. Cuando las lecciones estaban en mi sesera ad pedem literáe, recién daba un respiro.
Llegaron los exámenes semestrales (Hago reminiscencia de ahora cinco lustros) y rendí todas mis pruebas escritas sin que faltara una coma a los temas señalados.
Mis profesores que me conocían de Pollito y no concebían en mí la hazaña de hacer nada bueno, al examinar mis pruebas comprobaron que eran las mejores; merecían 20 puntos de calificación; pero incrédulos y desconfiados, llenos de indignación me dijeron:
—Si sigue Ud. plagiando en lugar de ponerle diez le pondremos cero, ¡cero! Entiéndalo Ud. bien.
Mi protesta se redujo a interrogarles:
—¿Al saber le llaman plagio?
Con los exámenes finales llegó el momento de mi reivindicación. En las pruebas orales les demostré que un Pollito podía repetir las lecciones de pe a pa, sin titubear y obtener las mejores notas; puesto que sólo de repetir se trataba; pues sí, señor, el Catedrático repite lo que lee en los libros; el Universitario repite lo que dice el Catedrático; los Colegiales repiten lo repetido; de donde la cultura no es sino un círculo vicioso de repetición.
Sin salir de su asombro, los profesores que me habían bautizado de Pollino, hicieron circular el respetuoso calificativo de «capaz» aplicado a mi persona.
Con mi renombre de capaz ingresé a la Universidad, a la Facultad de Filosofía y Letras. ¿Qué otros estudios podrían estar más en armonía con mi gran capacidad intelectual de ahora?
En este primer centro de estudios seguía en auge mi prestigio de capaz y, para conservarlo y acrecentarlo, tanto en los pasos como en los exámenes, después de una tosecita de suficiencia, comenzaba:
—Como decía Herodoto. Como bien dijo el crítico literario Menéndez y Pidal. Como afirmaba el filósofo oriental Pi Chi Lin.
Concorde con mi sabiondez debería ser mi aspecto físico. Adopté un semblante serio, de mirada penetrante, me escondí tras unos lentes gruesos y poligonales que me daban un aire de superioridad; pero a pesar de esta excelente apariencia me convencí de que seguía siendo el pollito del Primer Año de Media.
Para graduarme de doctor, título que mil veces acaricié, sustenté una tesis que tenía ribetes de singularidad. Comencé por titularla «La negación de la filosofía occidental como afirmación de la filosofía oriental».
Mi notable tesis era la misma inspiración de Satanás. Una miscelánea donde campeaban las citas a cual más disímiles, se intercalaban dichos latinos, locuciones francesas, inglesas, adagios chinos, se usaban términos en acepciones distintas, se… en fin, se decía mucho pero no se entendía nada.
Intrigado un Catedrático me preguntó:
—Ud. ha repetido bastante lo que otros han escrito; pero Ud., ¿qué dice?
— Yo —contesté con profunda voz de autoridad— digo lo mismo que todos los sabios; porque estamos de acuerdo todos nosotros.
No bien terminé de pronunciar mi asombroso y original pensamiento, cuando se oyó un estrenduoso ¡Bravoooo! y los aplausos resonaron en todo el Paraninfo. Mi tesis fue calificada de «Brillante» y recomendada para su publicación.
YO, levanté la cabeza con arrogancia, me hinché como una pompa de jabón; porque era mi consagración como sabio y como hijo predilecto de mi tierra.
(Luis Pantigoso Martínez, pág. 248, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
Siempre me encontraba desprevenido y así digo para disimular otras cosas desdorosas que atañen a mi persona.
De repente, señalándome con un índice enorme que parecía la vara de un policía, me interrogaba a quema ropa:
—¿a + b?
—abc —contestaba con presteza.
— ¿a-b X a-b? —insistía con vehemencia el profe.
—b aba, b aba —contestaba muy orondo, creyendo deslumbrar al dómine con mi ciencia. Pero sucedía lo contrario. El Profesor se ponía lívido de ira, apretaba los puños y me lanzaba como pedradas sus imprecaciones:
—Es Ud. un pollino. Vaya Ud. a prestarse inteligencia de un asno. Mi escaso raciocinio no medía en toda su dimensión esa ofensa y sonriente la aceptaba como un elogio ya que me comparaba con un animal paciente y meditabundo.
Mis compañeros de aula, más humanos y comprensivos, que conocían mi debilidad mental me apodaban Pollito aunque querían significar lo mismo que nuestro maestro.
Mi fama de pollito crecía en todos los ámbitos del Colegio merced a mi genialidad asnal y a la propaganda que me hacían los profesores y alumnos.
Una vez de tantas concurrí a un circo, cuya atracción central y número principal era un pollino negro que distraía al público con un sinnúmero de pruebas a cual más ingeniosas, que arrancaban aplausos prolongados a los grandes más que a los chicos.
Entonces interiormente me dije: «Pollito, he aquí tu modelo, debes hacerte una notabilidad a quien todos aplaudan como al jumento de esta pista circense».
Consecuente con mi propósito me encaminé donde el alumno sobre- saliente de la clase y le pregunté:
—¿Cuál es tu secreto para ser tan aprovechado?
—Tengo mucho de la de acá –me respondió, señalándose las sienes con las manos.
Insatisfecho con la respuesta me dirigí donde otro colega que siempre llevaba un libro bajo el sobaco. Curioso inquirí:
—¿Qué haces para dar siempre bien tus lecciones?
—Sencillamente me paso de «claro en claro y de turbio en turbio», en compañía de los libros —me contestó todavía somnoliento.
Este consejo me pareció el más apropiado a la calidad de mi inteligencia.
Debía quemarme las pestañas. A fuerza de repetir y repetir debía meterme las lecciones a la cabeza. Desde entonces los cursos del Colegio fueron mis compañeros inseparables. En el comedor los bocados de alimento alternaban con las lecturas del texto. Durante el sueño los libros me servían de almohada. Cuando las lecciones estaban en mi sesera ad pedem literáe, recién daba un respiro.
Llegaron los exámenes semestrales (Hago reminiscencia de ahora cinco lustros) y rendí todas mis pruebas escritas sin que faltara una coma a los temas señalados.
Mis profesores que me conocían de Pollito y no concebían en mí la hazaña de hacer nada bueno, al examinar mis pruebas comprobaron que eran las mejores; merecían 20 puntos de calificación; pero incrédulos y desconfiados, llenos de indignación me dijeron:
—Si sigue Ud. plagiando en lugar de ponerle diez le pondremos cero, ¡cero! Entiéndalo Ud. bien.
Mi protesta se redujo a interrogarles:
—¿Al saber le llaman plagio?
Con los exámenes finales llegó el momento de mi reivindicación. En las pruebas orales les demostré que un Pollito podía repetir las lecciones de pe a pa, sin titubear y obtener las mejores notas; puesto que sólo de repetir se trataba; pues sí, señor, el Catedrático repite lo que lee en los libros; el Universitario repite lo que dice el Catedrático; los Colegiales repiten lo repetido; de donde la cultura no es sino un círculo vicioso de repetición.
Sin salir de su asombro, los profesores que me habían bautizado de Pollino, hicieron circular el respetuoso calificativo de «capaz» aplicado a mi persona.
Con mi renombre de capaz ingresé a la Universidad, a la Facultad de Filosofía y Letras. ¿Qué otros estudios podrían estar más en armonía con mi gran capacidad intelectual de ahora?
En este primer centro de estudios seguía en auge mi prestigio de capaz y, para conservarlo y acrecentarlo, tanto en los pasos como en los exámenes, después de una tosecita de suficiencia, comenzaba:
—Como decía Herodoto. Como bien dijo el crítico literario Menéndez y Pidal. Como afirmaba el filósofo oriental Pi Chi Lin.
Concorde con mi sabiondez debería ser mi aspecto físico. Adopté un semblante serio, de mirada penetrante, me escondí tras unos lentes gruesos y poligonales que me daban un aire de superioridad; pero a pesar de esta excelente apariencia me convencí de que seguía siendo el pollito del Primer Año de Media.
Para graduarme de doctor, título que mil veces acaricié, sustenté una tesis que tenía ribetes de singularidad. Comencé por titularla «La negación de la filosofía occidental como afirmación de la filosofía oriental».
Mi notable tesis era la misma inspiración de Satanás. Una miscelánea donde campeaban las citas a cual más disímiles, se intercalaban dichos latinos, locuciones francesas, inglesas, adagios chinos, se usaban términos en acepciones distintas, se… en fin, se decía mucho pero no se entendía nada.
Intrigado un Catedrático me preguntó:
—Ud. ha repetido bastante lo que otros han escrito; pero Ud., ¿qué dice?
— Yo —contesté con profunda voz de autoridad— digo lo mismo que todos los sabios; porque estamos de acuerdo todos nosotros.
No bien terminé de pronunciar mi asombroso y original pensamiento, cuando se oyó un estrenduoso ¡Bravoooo! y los aplausos resonaron en todo el Paraninfo. Mi tesis fue calificada de «Brillante» y recomendada para su publicación.
YO, levanté la cabeza con arrogancia, me hinché como una pompa de jabón; porque era mi consagración como sabio y como hijo predilecto de mi tierra.
(Luis Pantigoso Martínez, pág. 248, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa