La viuda
Toda esta provincia de Camaná, que hasta hace poco comprendía a la flamante de Caravelí, con lo cual se extendía desde el río Lomas por el Norte hasta el Vítor por el Sur, ha sido siempre tierra de hechicerías. Remontando la quebrada de Chaviña por la que desciende el río Lomas, llegamos a Acarí, donde me detuve sin aceptar el vaso de chicha que me ofrecieran, a pesar de que el calor del medio día es espantoso entre esas faldas de cerros, caldeadas por el sol como las paredes de un horno.
—¿Chicha? Por nada —me aconsejó el chofer—, no sea que le hagan brujería.
Un amigo que trabajara en la hacienda Chocavento, otrora de la prestigiosa familia Denegri, me mostraba las manchas de la piel, que lo afrentaban en pleno rostro. Le habían dado tierras para tornarlo overo.
Los brujos de Acarí conocen una tierra de no se qué punto de una quebradita cercana a Chocavento, que tienen propiedades mágicas, y las aprovechan para realizar venganzas y encantamientos.
El mismo amigo me refería que en un viaje que hizo en la noche del Viernes Santo de no sé de que año, mientras el automóvil corría a gran velocidad sobre la huella marcada en una pampa desierta, vio, con gran sorpresa, al lado de la huella una mujeruca vieja y canija, sentada sobre las piernas cruzadas, a la manera oriental, y envuelta en harapos que fueron blancos alguna vez, pero que la inmundicia tornara en grisáceos. Tenía el rostro consumido y moreno como un limón viejo, sumida la boca, ganchudas nariz y barba, que casi se tocaban, y virolos ojuelos negros como ascuas encendidas. En el momento en que el auto pasara delante de ella, se elevó a poca altura y salió disparada, sentada siempre, pero en el aire, a gran distancia, cayendo nuevamente un kilómetro más adelante, y a la vera de la huella, que es el único sitio por donde puede cruzar el automóvil si no quiera atollarse en la movediza arena.
Por segunda vez se repitió el encantamiento al acercársele de nuevo el coche. Era, me decía el amigo, como si estuviese sentada sobre la alfombrita del Ladrón de Bagdad.
En fin, cuando por tercera vez se elevó la viejecita, cayó casi sobre la huella. El chofer aterrado gritó:
—¡Ahora la mato!
Y dirigió el carro, presionando al máximo el acelerador, para aplastar a la infernal bruja; pero apenas la tocó la rueda delantera, estallaron con estruendo de camaretas las cuatro llantas, y la mujeruca se elevó por cuarta vez, siempre sentada sobre sus piernas, y salió disparada hasta perderse en la lejanía, a los reflejos de la luna triste del día Viernes Santo.
Nada hay de fabuloso en este relato. Data de tiempo inmemorial el comercio diabólico de los antiguos peruanos, y han sido inútiles las catequizaciones y verdaderas luchas con los demonios, sostenidas por los misioneros agustinos y jesuitas. Tengo sobre mi mesa el viejo y venerable pergamino de la «Chrónica Moralizada del Orden de San Agustín en el Perú, con sucesos exemplares vistos en esta Monarchia»; editado en 1639, y está abierto precisamente en la página 633, en el Capítulo XIX del Libro Tercero, que reza: «Dícense los modos que tiene el Demonio para engañar con figuras horribles de fantasmas y con apariencias de aves y animales y de súcubos e íncubos, y aleganse casos sucedidos en otras partes del mundo»; pero prefiero dejar para otra crónica mía, las noticias que nos transmite en la suya, el talentoso fraile agustiniano Antonio de la Calancha.
Sería un súcubo, dije a mi informante, porque hay demonios femeninos que se amanceban con los que quieren perder eternamente; así como hay actualmente en nuestros salones mujeres que son verdaderos demonios, con aspecto de damas exquisitas.
—No —me contestó—, era la Viuda; porque en chovavento hay Viuda. Muchos jóvenes la han visto a media noche, a la vuelta de los caminos, ofreciéndose y pidiendo amores. Cierta vez uno, más osado que los demás, la siguió, y cuando la tentadora dama de esculturales formas y andares provocativos quiso perderse entre un bosquecillo de huarangos, la cogió del manto. Volvió ella el rostro, y el inflamado galán vio que éste era una horrenda calavera con las cuencas de los ojos vacías y una risa sardónica entre las mandíbulas desdentadas.
Ahí lo encontraron al día siguiente, muerto del susto.
—Y si estaba muerto, cómo se supo lo acaecido con la viudita anda- riega, le pregunté.
Y hasta ahora estoy esperando la respuesta.
INDICACIONES: Cuando hayas elegido la lectura de tu agrado…
1º Ve al botón de “ACTIVIDADES” del menú principal y dale clic al “LECTOR” que se te ha designado.
2º Ingresa la contraseña y ACEPTAR.
"Lee, imagina, sueña, escribe y cambia".
—¿Chicha? Por nada —me aconsejó el chofer—, no sea que le hagan brujería.
Un amigo que trabajara en la hacienda Chocavento, otrora de la prestigiosa familia Denegri, me mostraba las manchas de la piel, que lo afrentaban en pleno rostro. Le habían dado tierras para tornarlo overo.
Los brujos de Acarí conocen una tierra de no se qué punto de una quebradita cercana a Chocavento, que tienen propiedades mágicas, y las aprovechan para realizar venganzas y encantamientos.
El mismo amigo me refería que en un viaje que hizo en la noche del Viernes Santo de no sé de que año, mientras el automóvil corría a gran velocidad sobre la huella marcada en una pampa desierta, vio, con gran sorpresa, al lado de la huella una mujeruca vieja y canija, sentada sobre las piernas cruzadas, a la manera oriental, y envuelta en harapos que fueron blancos alguna vez, pero que la inmundicia tornara en grisáceos. Tenía el rostro consumido y moreno como un limón viejo, sumida la boca, ganchudas nariz y barba, que casi se tocaban, y virolos ojuelos negros como ascuas encendidas. En el momento en que el auto pasara delante de ella, se elevó a poca altura y salió disparada, sentada siempre, pero en el aire, a gran distancia, cayendo nuevamente un kilómetro más adelante, y a la vera de la huella, que es el único sitio por donde puede cruzar el automóvil si no quiera atollarse en la movediza arena.
Por segunda vez se repitió el encantamiento al acercársele de nuevo el coche. Era, me decía el amigo, como si estuviese sentada sobre la alfombrita del Ladrón de Bagdad.
En fin, cuando por tercera vez se elevó la viejecita, cayó casi sobre la huella. El chofer aterrado gritó:
—¡Ahora la mato!
Y dirigió el carro, presionando al máximo el acelerador, para aplastar a la infernal bruja; pero apenas la tocó la rueda delantera, estallaron con estruendo de camaretas las cuatro llantas, y la mujeruca se elevó por cuarta vez, siempre sentada sobre sus piernas, y salió disparada hasta perderse en la lejanía, a los reflejos de la luna triste del día Viernes Santo.
Nada hay de fabuloso en este relato. Data de tiempo inmemorial el comercio diabólico de los antiguos peruanos, y han sido inútiles las catequizaciones y verdaderas luchas con los demonios, sostenidas por los misioneros agustinos y jesuitas. Tengo sobre mi mesa el viejo y venerable pergamino de la «Chrónica Moralizada del Orden de San Agustín en el Perú, con sucesos exemplares vistos en esta Monarchia»; editado en 1639, y está abierto precisamente en la página 633, en el Capítulo XIX del Libro Tercero, que reza: «Dícense los modos que tiene el Demonio para engañar con figuras horribles de fantasmas y con apariencias de aves y animales y de súcubos e íncubos, y aleganse casos sucedidos en otras partes del mundo»; pero prefiero dejar para otra crónica mía, las noticias que nos transmite en la suya, el talentoso fraile agustiniano Antonio de la Calancha.
Sería un súcubo, dije a mi informante, porque hay demonios femeninos que se amanceban con los que quieren perder eternamente; así como hay actualmente en nuestros salones mujeres que son verdaderos demonios, con aspecto de damas exquisitas.
—No —me contestó—, era la Viuda; porque en chovavento hay Viuda. Muchos jóvenes la han visto a media noche, a la vuelta de los caminos, ofreciéndose y pidiendo amores. Cierta vez uno, más osado que los demás, la siguió, y cuando la tentadora dama de esculturales formas y andares provocativos quiso perderse entre un bosquecillo de huarangos, la cogió del manto. Volvió ella el rostro, y el inflamado galán vio que éste era una horrenda calavera con las cuencas de los ojos vacías y una risa sardónica entre las mandíbulas desdentadas.
Ahí lo encontraron al día siguiente, muerto del susto.
—Y si estaba muerto, cómo se supo lo acaecido con la viudita anda- riega, le pregunté.
Y hasta ahora estoy esperando la respuesta.
(Luis Alayza y Paz Soldán, pág. 216, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
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"Lee, imagina, sueña, escribe y cambia".
[ Nivel IV ]