La malicona
Hace algo más de ochenta años que vivió en Arequipa una rara mujer, conocida por el apodo de la Malicona, que la tradición la recuerda en relación con la ocupación del ejército chileno.
Se sabe que esta mujer, de temperamento impulsivo y rebelde, terca y fanática por sus opiniones, era devota ferviente de los bailes populares, especialmente de la marinera. Cuando bailaba la Malicona, al son de la guitarra, en algunas picanterías de la ciudad, su ágil y delgada silueta se destacaba, iluminada por la suave luz de la tarde, moviéndose cadenciosa- mente y midiendo sus menudos pasos con aquellos de su pareja, batiendo el pañuelo con una mano y la otra en la cadera, y luego, cuando llegaba la hora del jaleo, era de admirar el contoneo de la habilidosa bailarina haciendo derroche de gracia y de singular coquetería.
Las picanteras la invitaban a menudo para atraer a los parroquianos. Su popularidad, que al principio se limitaba a la gente de su ralea, se generalizó en toda la ciudad con motivo de los agravios que solía inferir públicamente a los soldados chilenos. A toda la gente le inspiraba curiosidad, a la vez que angustia, la irreflexiva actitud de la Malicona al constituirse, espontáneamente, en defensora del territorio patrio atacando, a su modo, al enemigo alojado en casa.
La «Picantería de la Monja» ubicada en la primera cuadra de la calle Nueva, era una casa de vetusta fachada con ventanas enrejadas y gruesos muros de sillar, en cuyo zaguán había, cerca de la puerta de la calle, un bastidor o lienzo pintado, que tenía escrito en grandes caracteres el nombre arriba mencionado.
Las cuatro de la tarde serían de un día del mes de diciembre de 1883, cuando la Malicona se hizo presente en aquel lugar, vestida con traje de estameña azul y echada la manta a la cabeza (especie de mantón negro, delgado y casi transparente, que usaban las mujeres hasta la segunda década del presente siglo). Numerosos parroquianos bebían chicha de jora, con sendos platos de picantes. Tres músicos y cantores, animaban el jolgorio. En un extremo del amplio comedor de la picantería, un abogado y un escribano, que ocupaban la cabecera de una mesa de mayores dimensiones que las otras, estaban hablando de asuntos judiciales, mientras que ocho fornidos campesinos, que ocupaban la misma mesa, de largos mostachos, vestidos de casaca corta, chaleco y pantalón de casinete, zapatos caucachos, pañuelo anudado al cuello y sombrero de paja de Guayaquil, conversaban acerca de la próxima cosecha.
De repente, la Malicona, que estaba sentada a una mesa con otras gentes de su ralea, empezó a perorar a cerca de su tema favorito: la expulsión de los chilenos.
—Esa mujer está delirando —les dijo el abogado a sus compañeros de mesa.
—Es una loca completa —añadió el escribano.
—No, no —dijo uno de los campesinos—. Ustedes, caballeros, están equivocados: los locos son gentes que hablan cosas que no son de entender, mientras que la Malicona está en su completa razón. Dice que todo el oro y la plata que tiene el Perú son más que suficientes para comprar armas y buques, y que, con un poco de valentía que los arequipeños tenemos en el pecho, podremos arrojar a los chilenos del territorio nacional.
—No confunda usted, señor don Cayetano —repuso el escribano—, a los locos de atar, que han perdido por completo la razón, con otra clase de locos que suelen confundirse con el común de los hombres y del cual se distinguen, sin embargo, porque predican a sus semejantes cosas inadecuadas a la realidad.
Pero el testarudo campesino siguió sosteniendo que la Malicona era mujer de mucho empuje en aquello de atacar a los chilenos, sola y sin armas.
—La perorata de la Malicona es una sarta de locuras —comentó el abogado, dando un puñetazo en la mesa— y apuesto doble contra sencillo que esa mujer pertenece a la clase de los locos sueltos que, según dicen los médicos, conservan la potencia intelectual suficiente para justificar sus concepciones delirantes.
En esto entraron en la picantería dos soldados rasos chilenos; se sentaron a una mesa y pidieron un vaso grande de chicha con sus respectivos picantes.
La Malicona dijo entonces:
—¡Qué se retiren esos malvados; no quiero verlos en mi presencia!
—¡Salgamos! ¡Salgamos! —exclamó el abogado, poniéndose el sombrero— antes que la Malicona arme un bochinche.
—Tienes razón —añadió el escribano—; pero esperemos un momento para ver lo que sucede.
Entretanto la Malicona con belicosa excitación, empezó a endilgar a los soldados una retahíla de insultos a cual más injuriosos y groseros, hasta que uno de ellos le dijo con aspereza:
—¡Cállate, chola!
—¡Yo no me callo, no me da la gana de callarme! —contestó la Malicona, levantándose y poniendo los brazos en jarras.
—Pues —amenazó el soldado— ¡si no te callas a buenas, te callarás a malas! Y si quieres pelea ¿por qué no sales a la calle?
Un movimiento de temor sacudió a los circunstantes, cuando vieron a la enfurecida mujer saliendo a la calle decidida a liarse a golpes con el soldado chileno. Observando el mal cariz que iba tomando el asunto, el abogado interpuso sus buenos oficios de apaciguador, sin conseguirlo; y los campesinos, que también habían intercedido con el mismo fin, pidieron, en última instancia, que los músicos tocaran una alegre marinera. Pero todo fue en vano.
—¡Ah! ¡Con que te atreves a pelear conmigo! —exclamó el chileno con ironía.
Después de un breve cambio de golpes, el chileno logró derribar a su contendora asestándole un puñetazo en el cuello. Pero la Malicona, lejos de amedrentarse, envolvió una piedra en su manta, se levantó con felina rapidez, y le dio al soldado tan certero golpe en la cabeza que le dejó instantáneamente muerto.
La Malicona se mantuvo firme, iracunda y triunfante, frente al cadáver de su víctima, tildando de cobardes a las demás personas que en aquel momento se dispersaban.
Media hora después llegó una patrulla del Batallón Carampangue. El capitán que la comandaba, luego que oyó contar todos los detalles de lo sucedido, sentenció de esta manera, ante la sorpresa de los asustados testigos de los hechos:
—Yo creí que la pelea era con un cholo y había sido con una chola. Y como esta pelea no tiene gracia para un chileno, te declaro absuelta Malicona de toda culpa y pena.
Se sabe que esta mujer, de temperamento impulsivo y rebelde, terca y fanática por sus opiniones, era devota ferviente de los bailes populares, especialmente de la marinera. Cuando bailaba la Malicona, al son de la guitarra, en algunas picanterías de la ciudad, su ágil y delgada silueta se destacaba, iluminada por la suave luz de la tarde, moviéndose cadenciosa- mente y midiendo sus menudos pasos con aquellos de su pareja, batiendo el pañuelo con una mano y la otra en la cadera, y luego, cuando llegaba la hora del jaleo, era de admirar el contoneo de la habilidosa bailarina haciendo derroche de gracia y de singular coquetería.
Las picanteras la invitaban a menudo para atraer a los parroquianos. Su popularidad, que al principio se limitaba a la gente de su ralea, se generalizó en toda la ciudad con motivo de los agravios que solía inferir públicamente a los soldados chilenos. A toda la gente le inspiraba curiosidad, a la vez que angustia, la irreflexiva actitud de la Malicona al constituirse, espontáneamente, en defensora del territorio patrio atacando, a su modo, al enemigo alojado en casa.
La «Picantería de la Monja» ubicada en la primera cuadra de la calle Nueva, era una casa de vetusta fachada con ventanas enrejadas y gruesos muros de sillar, en cuyo zaguán había, cerca de la puerta de la calle, un bastidor o lienzo pintado, que tenía escrito en grandes caracteres el nombre arriba mencionado.
Las cuatro de la tarde serían de un día del mes de diciembre de 1883, cuando la Malicona se hizo presente en aquel lugar, vestida con traje de estameña azul y echada la manta a la cabeza (especie de mantón negro, delgado y casi transparente, que usaban las mujeres hasta la segunda década del presente siglo). Numerosos parroquianos bebían chicha de jora, con sendos platos de picantes. Tres músicos y cantores, animaban el jolgorio. En un extremo del amplio comedor de la picantería, un abogado y un escribano, que ocupaban la cabecera de una mesa de mayores dimensiones que las otras, estaban hablando de asuntos judiciales, mientras que ocho fornidos campesinos, que ocupaban la misma mesa, de largos mostachos, vestidos de casaca corta, chaleco y pantalón de casinete, zapatos caucachos, pañuelo anudado al cuello y sombrero de paja de Guayaquil, conversaban acerca de la próxima cosecha.
De repente, la Malicona, que estaba sentada a una mesa con otras gentes de su ralea, empezó a perorar a cerca de su tema favorito: la expulsión de los chilenos.
—Esa mujer está delirando —les dijo el abogado a sus compañeros de mesa.
—Es una loca completa —añadió el escribano.
—No, no —dijo uno de los campesinos—. Ustedes, caballeros, están equivocados: los locos son gentes que hablan cosas que no son de entender, mientras que la Malicona está en su completa razón. Dice que todo el oro y la plata que tiene el Perú son más que suficientes para comprar armas y buques, y que, con un poco de valentía que los arequipeños tenemos en el pecho, podremos arrojar a los chilenos del territorio nacional.
—No confunda usted, señor don Cayetano —repuso el escribano—, a los locos de atar, que han perdido por completo la razón, con otra clase de locos que suelen confundirse con el común de los hombres y del cual se distinguen, sin embargo, porque predican a sus semejantes cosas inadecuadas a la realidad.
Pero el testarudo campesino siguió sosteniendo que la Malicona era mujer de mucho empuje en aquello de atacar a los chilenos, sola y sin armas.
—La perorata de la Malicona es una sarta de locuras —comentó el abogado, dando un puñetazo en la mesa— y apuesto doble contra sencillo que esa mujer pertenece a la clase de los locos sueltos que, según dicen los médicos, conservan la potencia intelectual suficiente para justificar sus concepciones delirantes.
En esto entraron en la picantería dos soldados rasos chilenos; se sentaron a una mesa y pidieron un vaso grande de chicha con sus respectivos picantes.
La Malicona dijo entonces:
—¡Qué se retiren esos malvados; no quiero verlos en mi presencia!
—¡Salgamos! ¡Salgamos! —exclamó el abogado, poniéndose el sombrero— antes que la Malicona arme un bochinche.
—Tienes razón —añadió el escribano—; pero esperemos un momento para ver lo que sucede.
Entretanto la Malicona con belicosa excitación, empezó a endilgar a los soldados una retahíla de insultos a cual más injuriosos y groseros, hasta que uno de ellos le dijo con aspereza:
—¡Cállate, chola!
—¡Yo no me callo, no me da la gana de callarme! —contestó la Malicona, levantándose y poniendo los brazos en jarras.
—Pues —amenazó el soldado— ¡si no te callas a buenas, te callarás a malas! Y si quieres pelea ¿por qué no sales a la calle?
Un movimiento de temor sacudió a los circunstantes, cuando vieron a la enfurecida mujer saliendo a la calle decidida a liarse a golpes con el soldado chileno. Observando el mal cariz que iba tomando el asunto, el abogado interpuso sus buenos oficios de apaciguador, sin conseguirlo; y los campesinos, que también habían intercedido con el mismo fin, pidieron, en última instancia, que los músicos tocaran una alegre marinera. Pero todo fue en vano.
—¡Ah! ¡Con que te atreves a pelear conmigo! —exclamó el chileno con ironía.
Después de un breve cambio de golpes, el chileno logró derribar a su contendora asestándole un puñetazo en el cuello. Pero la Malicona, lejos de amedrentarse, envolvió una piedra en su manta, se levantó con felina rapidez, y le dio al soldado tan certero golpe en la cabeza que le dejó instantáneamente muerto.
La Malicona se mantuvo firme, iracunda y triunfante, frente al cadáver de su víctima, tildando de cobardes a las demás personas que en aquel momento se dispersaban.
Media hora después llegó una patrulla del Batallón Carampangue. El capitán que la comandaba, luego que oyó contar todos los detalles de lo sucedido, sentenció de esta manera, ante la sorpresa de los asustados testigos de los hechos:
—Yo creí que la pelea era con un cholo y había sido con una chola. Y como esta pelea no tiene gracia para un chileno, te declaro absuelta Malicona de toda culpa y pena.
(Juan Manuel Chaves Torres, pág. 299, “Tradiciones y leyendas arequipeñas”)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
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