¿Acaso somos choros?
Descargar la FICHA DE LECTURA e imprimir para colocarlo en tu portafolio [ Descargar ]
Que vacío quedó todo, patita. Nos han fregado. Esto nos pasa por meternos a jugar como grandes.
—¿Te das cuenta? Estamos sin medio. Ni un cobre. Y nosotros que pensábamos sacar para el día. Esos son unos vivos, se pasan de vivos.
—Con ésta gana, con ésta pierde, levante usted, levante pues. ¿No ve usted, señor? ¡Ganaba! ¿Por qué no jugó, ah? ¡Con ésta gana, con ésta pierde! ¡Hagan juego señores!
Tú me dijiste.
—A lo mejor ganamos para el cine, dan una buena de karatecas. A lo mejor ganamos también para los sánguches, con su coca y su chicle. Y quizá alcanza para un pato Donald, lo leemos sobre el pucho y ahí nomás lo revendemos.
Yo te dije.
—Patita, ¿cuánto tienes?
—Un sol con noventa cobres.
—¿Yo? Un sol cincuenta nomás, patita.
Eran dos soles con cuarenta centavitos del alma. Nos miramos muy seriamente. Yo estaba medio animado. Tú dijiste.
—Listo. Juguemos nuestro capital.
Me entregaste tu plata. Vacilé, te dije.
—Apuéstalo tú, Patita, tienes buena mano.
—No, mejor tú, eres lechero, juega nomás, te doy mi confianza. No seas así, hombre, me decepcionas.
—Bueno, pero no respondo.
El tallador revienta en su flacura, se le salen las venas: ¡hagan juego señores! ¡con ésta gana, con ésta pierde! Se nota, a la legua, que es un hombre vivido. Sabe más que cualquiera, es medio mago. Maneja tres ases, dos negros y un rojo, los mueve, los remueve. Sus dedos de araña a cada rato cambian de lugar los naipes, qué veloz el puto. Y no para. Tremenda garganta: ¡usted triunfa si acierta el as rojo! Como chisguete le salta la saliva. La gente se apretuja, curiosa. Todavía nadie se avienta. El que menos quiere ver cómo les va a los primeros.
—¡El as de corazón colorado, señores!
El tallador es pura mano, puro ojo, levanta el as rojo, exclama casi con tristeza: ¿Nadie apostó? Nadie gana entonces.
Y sigue tentando mejor que el diablo, hagan juego señores, con ésta gana y con ésta pierde, facilito, hagan juego que el mundo se acaba.
Oculta y descubre las cartas mugrientas. Jamás se cansa ni se atraganta.
Tapa y destapa los ases que ya parecen de tocuyo: con estos dos negros, feos, pierde, y los enseña humildemente. ¡Y con este chaposito, con este coloradito gana la plata! y lo eleva como una hostia.
—La suerte se parece a la mujer, hay que buscarla cuando está en su momento, señores.
Una pausa. Silencio en un pedazo del mercado. De pronto lanza un alarido, voltea las cartas. Otra pausa. Y francote, amiguero, enarbola el triunfo, repite extasiado: ¡Rojo para todo el mundo! Y sin tiempo para respirar, amoratado por la emoción, queda fijo, tieso como un santo, y poquito a poco, lleno de gracias como el Ave María, lento, casi hasta la desesperación, coge los ases, reza en otro idioma, distancia las cartas en todo el increíble espacio del banquito café.
—¿Qué va hacer?
—¿Será truco?
—A ver, a ver.
El tallador, a vista y paciencia del respetable, ha puesto as rojo al centro. Con aire de recién operado invita a depositar las apuestas. Sonríe el puto.
—¿Manyas, Patita? Está botado pues. Los ases negros van a los lados, y el rojo, el ganancioso ¡está al medio!
Tú me miraste como si yo estuviera en otro sitio.
Pero conociéndote tanto como te conocía, añadí para darte tranquilidad.
—O si desconfías, luquea bien, Pata. Mucho lente antes de apostar.
Tú te rascaste la cabeza para no hablar. Tuve que decirte: ¿me aviento?
¡Aviéntate hombre! y me diste un palmazo que no respondí porque el tallador, cara no sé de qué, se volvió a preguntarme.
—¿Cuánta plata tienes?
—Un sol...
—¡Hagg, aquí se apuesta de dos soles para arriba!
Y haciéndome a un lado advirtió al respetable.
—En el juego de la vida no hay límites, caballeros, cuatro, diez, veinte, ¡cincuenta soles!
La caja aguantaba todo. La caja que en verdad era una caja donde estaba la plata cuidada por un secretario de nuestra edad y que después nos dijo que era su hijo, aguantaba apuestas igualitas que las del Hipódromo.
Que tal palabreo, ¿no?
—El tallador primero paga y después muere, señores —advertía orgulloso.
—Te estoy consultando, Patita, ¿qué hacemos? ¿O lo arriesgamos de un solo cocacho?
—Es nuestro único capital, ¿no? ¿Qué hacemos?
—¿O nos vamos?
La duda nos atormentaba. El tallador no cedía ni un segundo, no daba tregua carajo: con ésta gana, con ésta pierde. Entreveraba las cartas, hacía pases de brujo, hasta cambiaba de nariz: ¿dónde está el as rojo? ¡Hagan sus apuestas, señores!
—Es la del centro —te soplé a la oreja— ¡apuéstale a la del centro, Patita!
No te animaste, y rompiendo la indecisión otro se aventó: Aquí, diez soles a la del centro. El tallador moviéndose como culebra descubrió la carta: ¡Ganó el caballero, pago doble¡ ¡Pago veinte soles del alma!
Cómo hondeaba los veinte mangos. Billetitos color camarón hervido, nuevos, sacados especialmente de La Caja. Cómo los entregaba cantando, feliz de perder en público.
— ¿Ves Pata? Nosotros hubiéramos ganado.
—Debí hacerte caso, perdona hermanito.
Estábamos obligados a recibir empujones y codazos. Todo el mundo quería ver escabullirse al as rojo. Parecían pescuezos de gallo carioco, de pato desplumado. Los ojos saltaban. Y nosotros, los más niños, los más chatos, sudando de puntitas, aguantando los pisotones en nuestros pies de patacalas. Fuera menores de edad, amenazaban de vez en cuando, pero era una amenaza sólo por fregar. La esquina del mercado, la única timbera, sin guardia ni municipal, dejaba correr en paz la existencia.
Tú me dijiste.
—Ese tallador es una máquina, algo raro debe haber, ¿no?
Los tranvías que venían de Yanahuara y la Antiquilla, que paraban a dejar y recoger pasajeros en la misma esquina de la timba a nada más que unos diez metros, me dieron una idea. Te dije: ¿Y qué tal si agarramos La Caja y volamos cuando aparezca el tranvía?
No sé si no me oíste o si te hiciste el muy honrado o muy cojudo que es lo mismo, total que seguimos atrapados en el palabreo del juego y la esperanza.
—Con el as rojo, rojo como la bandera, rojo amor, rojo como la sangre derramada, ¡se lleva uste la platita! ¡Hagan juego señores! ¡Hasta los ciegos ganan con el rojo!
Había empezado a correr la plata. Los que estuvieron esperando que otros se aventaran primero, fueron los que arrancaron los fuegos. El que menos se mandaba. Misios y tacaños rebuscaban los bolsillos. Y entre todos, dos, dos bien lecheros, suertudos, dos papones le ganaban tupido al tallador: treinta, cuarenta, ¡cincuenta soles por jugada!
La Caja resistía.
—¡El tallador primero paga y después muere, caballeros!
Cómo son las cosas. Inocentones éramos, Patita. Cuándo mierda íbamos a ganar si los dos gananciosos del respetable eran ganchos del tallador. Y pensar que fui yo el que se aventó. Puse el montoncito de nuestra plata, nuestra mosca, nuestro capital.
—Aquí, dos soles cuarenta a la del centro.
La cuestión fue más rápida que carrera de uno con un perro rabioso atrás. Ni alcanzamos a respirar.
—Vamos Patita, nos jodieron. Mejor nos hubiéramos comprado plátanos con pan.
—¿Cómo hizo para que las cartas se cambien? ¡Yo vi al as colorado, estaba en el centro del banquito! ¡Yo lo vi, hombre!
—Yo también lo vi… Pero ahora nos vemos sin plata, peor que misios afligidos, Patita.
Y más cólera nos daba que el tallador empezaba a botarnos diciendo que estorbábamos: Fuera mocosos, salpiquen, la timba es para hombres.
Nos vamos, siempre estamos yéndonos. La voz no termina en la esquina del mercado: ¡hagan juego señores! La voz nos persigue, nos pesa, nos hace bajar la cabeza. Pero yo no me amilano así nomás porque sí.
—¡A limpiar autos, o qué Patita!
—¿Y si nos hubiéramos tirado La Caja, ah?
Como perro rabioso quisiera morderme a mí mismo, agarrarlo a puñetazos, pero me acuerdo que mi mamá nos dijo: vayan nomás hijitos, y tú que eres el mayor ya sabes que debes cuidar a tu hermano que es más
chiquito.
—Sí pues, nos hubiéramos tirado La Caja, al vuelo subíamos al tranvía de Yanahuara o la Antiquilla, y ahora estaríamos felices.
—¿Pero, acaso somos choros, acaso?
Prefiero no mirarlo, mejor dicho prefiero no mirarme en esos ojos que se parecen tanto a los míos.
—Tengo hambre, compadre, ¿y tú?
—También, Patita.
Caminamos alejándonos de este día salado. Caminamos de brazo. Pero veo que recién son las once, que falta mucho para que llegue la noche y podamos volver a casa. Seguimos caminando.
(César Vega Herrera-Biblioteca Juvenil Arequipa-pág. 111)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa