El brujo

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Las últimas nieblas de la noche desaparecen y asoma la aurora refulgente en la campiña. Poco a poco el sol va naciendo tras los cerros estáticos y el amanecer se vislumbra blanquísimo. Los pájaros alegres trinan por los aires y los árboles. Las vacas en las chacras balan coquetonamente. La chacra multicolor se viste de seda y arrepollada oculta sus carnes castas.

Un hogar campesino.

Don Segismundo, viejo labrador ochentón, se levanta de su lecho, quejumbroso.

—¡Como me duele la rabadilla! ¡Ay, Señor! ¡Diande miba a pensar que me enfermara!

Intenta caminar y no puede. Su hija, la Jesusa, joven de 20 eneros, al oír los quejitos de su padre, se levanta del lecho y va hacia él.

—Papá —le dice— ¿qué tenís, estáis enfermo?

—Si hija, tuitita la noche nui podiu pegar una pestañada. El cuerpo me doliya y hasta aura me duele. Ni sé que tendré...

El viejo se vuelve a recostar. No deja de mirar a una de las puertas, como si persiguiera algo con su mirada.

—Papá qué te pasa, estáis frío...

—Ay hija. He teniu pesadilla, porque no creyo que seya cierto lo que vide endenantes...

—Qué papá... Qué has visto pué?...

—Como a las 2 de la mañana sentí primero que el burrito rebuznaba cada rato. ¡Güa! yo dije. Quizá sian dentrau ladrones. O las ánimas de la otra vida. Nuise caso, cuando redepente el “Chajualla” ladraba y ladraba como un condenáu. Entonces vide redepente que la puerta se abrió y dentro un hombre bien feyo, con las barbas grandes como CHAMBAS, los ojos prendidos como brasas de candela y los cabellos parecían un montón de CCAPO “disparpajiau”.

—¿Y después papá... después?

—Después ese hombre se acercó a mi cama y me dijo: Oigasté don

Segismundo, me voy a llevar sus vacas de la chacra y sus terneritos, pero no digasté a nadies porque si dice usté algo le hago hechizo para que se muera usté.

—¿Quizá sería, papá, algún brujo?

—¡Quizá, un brujo... un brujo...!

—¿Y después papacito?

—Después yo no le dije nada, porque no pude hablar.

Se tocaba la cabeza, el cuerpo y se quejaba. Un sacudimiento. Escalofrío. Dolores.

—Me muero... Jesusa... el corazón se me sale por la boca... ay... ay... ay... alcánzame el santo Cristo...

La Jesusa rompe en llanto. Intenso dolor. Cataclismo en el hogar.

—¡Papacito!... ¡Papacito!... No meabandonusté pué... papacito rico...

Don Segismundo sentía el aletear de la muerte bajo su cama.

—¡Jesusa mía... Criatura del Señor...! Dios me ampare... Ten piedad de...

Y falleció.

La Jesusa lloraba como una Magdalena. Tendida sobre el cuerpo inerte del viejo, parecía una vela torcida derritiéndose en un mortuorio.

Otro día.

La Jesusa vestida de luto salía de la iglesia del pueblo. Acababa de rezar por el alma de su viejo.

En la puerta la esperaba el Gobernador.

—Jesusa, ¿sabís lo que me ha dicho el señor Cura?

—¡Qué, señor Gobernador!

—Que sino echáis agua bendita a tu casa, el brujo te va a hacer daño a vos...

—Pero, ¿quién es el brujo pué?

—Eso es lo que no sabemos, pero ya vis cómo murió don Segismundo.

Es que no se confesaba...

—Dejusté nomá. Cómo se me presente le quito tuitita la brujería de un. A mí no me va a venir con lisuras.

***

Pasó un tiempo.

La Jesusa enfermó de pronto. Una tos impertinente la puso flaca como un huiro. En la ciudad había adquirido la enfermedad que los médicos llaman tuberculosis y que en el campo la denominan “Enfermedad del pulmón”.

¡Pobre Jesusa, cómo escupía sangre por la boca, y su carita, antes son rosada, se le contraía pálidamente. Enfermedad trágica que siempre ataca a los pobres, como cruel ensañamiento de la vida! La terrible tisis acababa su existencia a pausas. El mal de koch hacía estragos en su organismo joven y débil.

Los campesinos que no comulgan con las teorías de la Ciencia Médica, le recetaban remedios caseros. Y la enferma empeoraba más.

Una vieja comadre de la Jesusa experimentada en hacer remedios, en esta vez su ciencia fracasaba. Optó por recomendarle a una persona que curaba todas las enfermedades por medio de los espíritus.

—Jesusa —le dijo— tené pacencia. Yo te voy a trayer a un hombre que es el Dios en la tierra pa’que te cure.

—Así seya doña Esperanza.

***

Y un día lo trajo. La Jesusa tendida en su lecho pobre, en el suelo junto con las gallinas y los conejos, dormía. Entró junto con doña Esperanza un hombre flaco. Cuerpo medio encorvado. Una barba espesa sombreaba su rostro. Los ojos, ¡qué ojos! Unos ojos endemoniados, fantasmales, dignos de la fantasía de Edgar Poe. Los cabellos en desorden y abundantes. Su traje: un montón de harapos viejos y sucios. Por las roturas se le veían las carnes esqueléticas y morenas. Un hombre atrozmente feo. Monstruoso.

Horrible hasta la exageración.

Silencio absoluto en la estancia.

El hombre flaco avanza cuidadosamente, apoyado en un bastón nudoso... Daba la impresión de ser un profeta proletario. Con sus ojos enormes mira a la Jesusa. La mujer enferma despierta. Se restrega los ojos y mira de frente al hombre monstruo, con asombro. Quiere gritar y no puede.

El hombre sigue mirándola con los ojos bien abiertos como si quisiera hipnotizarla. Hasta el perrito “chajualla” enmudeció, tendido sobre unos trapos viejos se encogía tumulento. Noche infernal y fatídica. El hombre misterioso saca de un bolsillo del saco un papelón. Se frota las manos con unos polvos blancos. Después reza a media voz.

Hace luego diversos manipuleos como prestidigitador. ¡Hacía la curación espiritual!... La Jesusa se durmió profundamente. Después de media hora de silencio el hombre X habla.

—Ya está curada la enferma. Cuando yo me vaya recobrará el conocimiento y quedará bien de salud.

Y salió paso a paso, tranquilamente, perdiéndose entre las sombras de la campiña oscura.

La Jesusa, al poco rato, despierta. Como si volviera de otro mundo.

Sofocada abre los ojos y busca algo en su rededor.

—Jesusa —le dice doña Esperanza— ¿ya estáis mejor?

—Sí, pero... ande se haydo el brujo.

—¿Cuál brujo?

—El que estaba acá... ¿Ande se haydo doña Esperanza?

—¿Por qué no estáis bien?

—No; no quiero vivir más. Que se muera el brujo...

—Quiero matarlo..., apretarle el *

... así... así...

Acciona nerviosamente. Con sus manos escuálidas se coge del cuello.

Se incrusta las uñas. Se estrangula.

¡Ha muerto la Jesusa!

***

Al día siguiente los campesinos del pago, con “lloques” en las manos, buscaban furiosos por todo el campo al brujo que había muerto a la Jesusa.

Pero nunca se supo quién fue ese hombre raro. Doña Esperanza también murió luego. Quizá embrujada.

No se supo...

***

El Cura del pago, santamente roceaba agua bendita por todas partes y decía:

—Para que no vuelva el brujo. Para los demonios, etc. Para los espíritus malignos, etc.

Pero un día de tantos el Cura dejó la vida. Seguramente que el brujo también lo mató...

La campiña está vestida de luto. Y el “chajualla”, el perrito de la Jesusa, con los ojos turbios y bien abiertos, parecía que lloraba. De cuando en cuando lanzaba ladridos al espacio, como responsos frailunos.

***

A los pocos años, un grupo de campesinos, en el silencio de la noche, arrastraban por la ronda el cuerpo de un hombre muerto. Lo tiraban de los cabellos como a un condenado. Lo llevaban al panteón para enterrarlo junto con los herejes. Lo habían encontrado dentro de la *ahogado. Tenía el cráneo fracturado. La cara, destrozada. El cuerpo hecho tiras: huesos y pellejo. Los campesinos víctimas de la superchería antañona arrastraban a su hombre hacia el panteón. Como una jauría de perros que me disputasen una presa para devorarla.

***

Una cruz de sauces y una tumba olvidada. El “chajualla” todos los días iba y escarbaba la tierra, gruñendo. Con sus uñas afiladas quería vengar la muerte de sus amos.

Ahora comprendo que era la tumba del brujo. El “chajualla” tenía razón para profanar el cementerio.

—¿Llegará alguna vez el hambriento perro a desenterrar el cadáver?

—me preguntaba yo.

—Eso quién sabe... —exclamó una lechuza, que volaba riéndose irónicamente.

***

Después de varios meses, supe por los periódicos que un perro había extraído de una tumba la calavera de un difunto, y que siempre la llevaba en el hocico sin devorarla. La policía para quitarle la calavera que llevaba entre los dientes, tuvo que matar al can con un balazo. Sólo así se pudo lograr que la calavera fuera libertada de las fauces del animal. La policía nunca llegó a descubrir el enigma. Sólo yo lo sabía, y por eso exclamo en silencio:

—¡Pobre perro y pobre brujo!

Nunca me atreví a divulgar el hecho, porque no me gusta meterme en asuntos de perros ni de brujos...


(Olivares del Huerto-Biblioteca Juvenil Arequipa. Pág 52)

Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa