La muerte de sarrasqueta
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No había remedio. El médico diagnosticó mi trepanación craneana y tenía que someterme a ella si no quería morir a corto plazo.
Se hicieron los preparativos necesarios y me hallé estirado sobre la blanca mesa de operaciones en mi metro cincuentiún centímetros de largo (muy poca cosa) frente a dos cirujanos que con bisturí en mano iban a proceder a descuartizarme al amparo de su juramento profesional.
Sábanas albas cubrían mi diminuto cuerpo y un olor extraño inundó mis fosas nasales. Presentía la muerte próxima y tuve la intención de pararme, —de correr, aunque estuviera desnudo. Un beso de mi mujer o no sé de quién, me tocó la frente como un timbre eléctrico. Después advertí una pesadez, una modorra intensa, pérdida de los sentidos, el frío y la nada.
Estaba bajo la acción del anestésico.
Qué horrible situación la mía. No sé cuánto tiempo había durado la operación ni donde estaba, ni qué hacían conmigo. Seguía bajo la influencia fatal del anestésico, pero, ¡cosa rara!, permanecía rígido, pero conservando
la razón, el discernimiento y la clara percepción de los sonidos. Quería moverme, hablar y moría interiormente de rabia. De pronto oí la voz trágica del cirujano, que dijo en tono grave y solemne:
—No tenía remedio el joven. Era un caso perdido ante la ciencia. ¡Ha muerto! Serenidad, resignación, señora.
Un grito terrible que taladrara el infinito llegó a mi alma seguido de un coro de sollozos de mis hijos. Me estremecí internamente y quise pararme, gritar, gritar alto:
—¡Estoy vivo! ¡El médico es un bruto!
Pero la pesadez seguía fatal, terrible como si cuatrocientas paletadas de tierra hubieran caído sobre mi cuerpo.
Me velaban, sí, me velaban en la capilla ardiente levantada en casa. Me pusieron ropa limpia y la mortaja. Me afeitaron, ¡oh! me quitaron las sarras benditas a quienes debo mi nombre de guerra con que me rebautizó un amigo que sin duda ahora mismo se estará riendo de mi suerte. Me colocaron —¡¡horror!! — dentro de la caja mortuoria que me congeló la sangre.
Los dolientes vinieron a dolerse de mi último fin.
—Pobre Sarrasqueta —oí a uno—. Era un buen muchacho...
—Sí —comentó otro —y pudo ser un gran diputado...
—Cómo no. El chico era listo pero un gran... jarro.
Esta última apreciación me llegó al alma. Era un insulto inferido a mi persona, un trapillo sacado al sol. Pretendía levantar una pierna para darle un puntapié al insolente, pero ¡el anestésico!, el maldito anestésico me lo impedía siempre.
Llegó el momento fatal. El agente funerario, el carpintero y el soldador se encargaron de encerrar a un vivo, en complicidad criminal con el médico. Oí las voces de los concurrentes como un rumor lejano y los gritos y llantos de mi mujer y familiares que me clavaban el cerebro peor que los lúgubres martillazos del fúnebre carpintero.
Me alzaron en peso. Creo que algunos amigos me conducían en hombros no sé si por cariño o porque la carroza estaba lejos. No pude ver, ¡qué absurdo!, si el cortejo era largo. Lo que sí puedo asegurarles es que me regocijaba íntimamente que fuera formado por mis mejores amigos. Hubiera querido en esos instantes pararme y presidir, cambiando ese acompañamiento fúnebre en una manifestación política de última moda. Soporté un discurso necrológico cuyas postreras palabras por vulgares me chocaron demasiado. Decían: “Paz en la tumba del amigo”. Y verdaderamente necesitaba paz, tranquilidad de muerte porque me estaban haciendo sudar tinta, sufrir demasiado. Por último, me colocaron dentro de la carroza y partí con terror horrible al inmóvil país de los calvos.
En el cementerio se dieron los postreros toques para meterme en el nicho y revocarme. Con el zangoloteo de la carroza se desentumecieron mis miembros y alguna piececita del reloj humano, por casualidad o por suerte volvió a su sitio y adquirí de nuevo la razón y el uso de la palabra.
Cuando el sepulturero me iba a colocar el último sillar del nicho para separarme definitivamente del mundo de los vivos, grité con toda mi escasa fuerza:
¡¡¡Socorro!!! ¡¡No me enterréis!! ¡¡Estoy vivo!!
Oí como si un cuerpo cayese de espaldas. Después voces. Una sesión como de Corte Marcial para dejarme morir o librarme de la muerte. Por último, me bajaron del nicho con tiento y me pusieron en tierra. Desoldaron el cajón y no acudieron a levantar la tapa, sino que usaron conmigo esa cortesía para que yo abriera la puerta de mi última morada. Cuando así lo hice y me levanté rápido, no encontré ser humano. Habían corrido las de Villadiego. Tomé aire, y una vez orientado eché a correr por la avenida central del cementerio para tomar la puerta de salida. Logré hacerlo y por felicidad hallé un auto expedito. Cuando sin interrogar tomé asiento, le dio al chauffeur un síncope terrible. Por el momento no me expliqué el motivo, pero al tocar mi cuerpo vi con horror la mortaja que lo cubría. Quise arrojar ese paño fúnebre, pero estaba desgraciadamente en calzoncillos y habían olvidado ponerme la camisa. Imposible viajar en automóvil en paños menores. Vuelto el chauffer del desmayo logré convencerlo de que era un vivo en su verdadero sentido. Me prestó su abrigo lechucero, le di la dirección de mi domicilio y arrancó el motor rumbo a la ciudad de los vivos, de los auténticos vivazos y desplumadores.
Cuando llegué a casa mi mujer estaba hecha un mar de lágrimas rodeada de los chicos. Me abalancé a abrazarla y lo único que conseguí fue estrechar el vacío entre mis brazos, porque ella de la silla rodó al suelo. Mis hijos volaron, creo que por el aire. Sólo uno de ellos, René, me guiñaba un ojo detrás del ropero. Pasado el fuerte desmayo logré convencerla de que no era un fantasma y le expliqué mi odisea, lo mismo que a mis pequeños, que escuchaban atónitos.
Comencé a organizar mi nueva vida. Leí los periódicos donde dentro de un marco negro resaltaba el aviso de invitación a mi entierro; y así como los que se ausentan, por la premura de su viaje dan su aviso de despedida,
yo me apresuré a redactar mi aviso de retorno en los siguientes términos: “Sarrasqueta tiene la satisfacción de comunicar a sus parientes y amigos su feliz retorno del cementerio, cuyo precipitado viaje se debió a un error profesional. Las felicitaciones se reciben por tarjeta”.
Salí a la calle y todos me trataban con recelo. Creían estrechar la mano helada de un cadáver. Mi nueva vida comenzaba a desesperarme rematando con la factura de la Agencia Funeraria, que me cobraba cuatro mil soles por mi entierro frustrado. Los periódicos cobraban los avisos publicados, los floricultores, las cruces y coronas, y por último el cirujano, el malvado cirujano, sus derechos de asesinato legal. Eso ya no era vida. Era morir, lenta, pausadamente, y mil veces hubiera preferido descansar eternamente en el cementerio junto a una humilde tumba.
(Julio C. Vizcarra-Biblioteca Juvenil Arequipa. Pág 34)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa