Tutupaka Llakta

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Había un joven que diariamente salía al camino a tentar fortuna en los juegos de azar. Solía apostar tanto con los viajeros que subían como con los que bajaban al pueblo. Tenía mucha suerte, ganaba siempre y de esta manera conseguía dinero en abundancia. Cierto día pasó un arriero arreando una innumerable recua de las mulas cargadas. El joven lo detuvo y le dijo:

—Juguemos una partida, señor.

—Juguemos para divertirnos —contestó el arriero.

 Echaron los dados y jugaron. El joven le aventajó en un principio: ganó las mulas, las cargas e, incluso, aI propio dueño. Entonces el arriero le propuso:

—Juguemos, nuevamente.

Y jugaron una segunda rueda. Esta vez el arriero fue el ganador. Rescató las acémilas, las cargas y el dinero; el propio joven resultó finalmente empeñado. El arriero le dijo entonces:

—Joven, ahora me perteneces. Te llevaré a mi pueblo.

Este arriero era el diablo que había tomado apariencia humana. El joven ignoraba que era el propio Satanás y le contestó:

—No me es posible ir hoy mismo a tu pueblo. Te seguiré inmediatamente después.

—Tú solo no podrías llegar a mi pueblo. Son tres meses de camino. Mi ciudad se llama Tutupaka —le dijo el diablo:

—De todas maneras yo llegaré a tu pueblo —contestó el joven.

Entonces acordaron por escrito, muy claramente, que el joven tenía seis meses de plazo para llegar a ese pueblo. Y el diablo le advirtió:

“Te mandarás hacer tres pares de sandalias de fierro y un gran bordón de Llokke. Después caminarás tres meses enteros hasta llegar a mi pueblo. Seguirás el camino guiándote por las pisadas de mis mulas”.

Cuando todo estuvo convenido perfectamente, se despidieron.

El demonio, arreando sus acémilas, encaminóse hacia su pueblo. Como un inmenso cordón marchaban sus mulas en fila, corvirtiéndose el camino en polvo menudo que se levantaba como una nube a la vista del joven, quien entonces comprendió que había pactado con el propio diablo.

El joven volvió al pueblo y apenas ingresó a su hogar les dijo a sus padres:

—Padre mío, madre mía, hoy día jugué con el diablo y he perdido. Hemos convenido en que llegaré a su pueblo dentro de seis meses. Solamente tres que quedan para permanecer a vuestro lado, mientras preparo mi largo viaje.

Los padres, queriendo oponerse, le dijeron:

—Es imposible que te vayas. Pero el hijo repuso:

—De ninguna manera puedo quedarme. Debo marcharme como sea— y, enseñándoles el pacto escrito añadió: —Aquí está el compromiso escrito.

Desde ese día inició sus preparativos para el viaje. Se mandó hacer tres pares de sandalias de acero y un bordón de madera de llokke. También se mandó preparar buena cantidad de vituallas y fiambres. El tiempo transcurrió rápidamente, cada mes pasó como si fuera un día.

Sus progenitores, hasta el último momento, se obstinaron en disuadirlo. A pesar de todo, al cumplirse el tercer mes, el joven emprendió su largo viaje. Se despidió de sus padres y empezó a caminar como si marchara hacia la muerte. Sus desconsolados padres le decían:

—No podrás salir del infierno. Ya no volverás nunca.

—Regresaré si consigo vencer al diablo. Pero si no puedo dominarlo, ya nunca volveré

—les contestó el hijo al tiempo de alejarse.

Así fue como el joven anduvo y anduvo, noche y día, hacia el país lejano, siguiendo los rastros dejados por las mulas. Pasaron cerca de tres meses y apenas pudo llegar a la vista de un mar enorme, en cuyas orillas desparecían las huellas de las bestias. En las arenas de la playa se había borrado los vestigios de los cascos sin que pudiera vislumbrarse hacia dónde seguían. Los tres pares de sandalias de acero se habían gastado y hacía tres o cuatro días que el joven caminaba sin probar alimento. En vano rastreó las playas buscando las huellas de las acémilas del demonio, no encontró ni una señal en las arenas. Entonces divisó a una señora sentada con dos niñitos en la cima de un montículo próximo. Uno de los pequeñuelos era algo mayor y el otro, parvulito. La señora los distraía haciéndoles jugar cuando el viajero se acercó y, después de saludarla, le dijo:

—Señora mía, permitidme una pregunta. ¿Hacia dónde queda el pueblo de Tutupaka?

La matrona le respondió:

—¿Con qué motivo buscas ese pueblo?

—Hice una apuesta con Satanás —dijo el joven caminante—. El plazo que me dio va a cumplirse y si no llego en el término indicado al pueblo de Tutupaka, el diablo me cargará en un carro de fuego.

—Yo no conozco el pueblo de Tutupaka. Sin embargo, se lo preguntaré a mi hijito, acaso él sepa dónde queda —dijo la señora.

Y efectivamente se lo preguntó al mayor de sus niños.

—Tampoco yo conozco ese pueblo —contestó el niño.

El hombre entonces se echó a llorar delante de la soberana quien, según cuentan, era nuestra Señora.

—Decidme, madre mía, qué debo hacer en este trance —suplicó sollozando el joven.

La señora, que no era una mujer común sino, según cuentan, la propia Virgen, le ordenó a su niño:

—Hijo mío, has resonar por los aires la trompeta. Toca a reunión. Tal vez han visto ese pueblo los que vuelan por las alturas.

Y el niño mayor sopló la trompeta; hizo resonar el instrumento para que fuera escuchado por toda la región. Entonces llegaron parvadas de pájaros, bandadas de avecillas poblaron la colina.

La soberana, después de contar todos los pájaros, preguntó a cada uno:

—¿Conocéis el pueblo de Tutupaka?

—No. No lo conocemos —respondieron las diversas avecillas.

—Entonces marchaos. Tan solo para eso fuisteis llamadas —dijo la Virgen. Y volaron los pajarillos cortando los aires.

—Hijo mío, vuelve a tocar la trompeta —le ordenó la soberana a su niño. Y el clamor de la bocina se extendió nuevamente por los espacios, al impulso del aliento del niño. En seguida llegó una multitud de gavilanes, águilas, gallinazos, cernícalos y toda clase de aves mayores que pueblan y surcan los cielos. Sólo el cóndor dejó de venir.

También a esas aves les preguntó la señora, luego de contarlas, una por una:

—¿En dónde queda el pueblo de Tutupaka? ¿Vosotras lo conocéis? Todas las diversas aves contestaron:

—No, no. Nunca lo hemos visto ni lo conocemos.

Y todas estas aves se marcharon, cuando la señora les dio permiso diciéndoles: “Idos”.

Luego, la Virgen ordenó nuevamente al niño:

—Toca la trompeta otra vez, hijo mío, toca a “llamada”. Hizo resonar el niño la voz potente del caracol sonoro, haciéndolo vibrar aún más alto. Entonces descendió el cóndor.

—Tú conoces el pueblo de Tutupaka? ¿Dónde queda ese pueblo? —le preguntó al mallku la soberana.

Y el cóndor habló:

—El pueblo de Tutupaka está muy lejos. Yendo por tierra son dos meses de camino.

El pueblo de Tutupaka, mi soberana, es el pueblo del demonio.

Al oír tal noticia, el hombre se echó a llorar.

—¡Qué haré ahora, oh madre mía! —le dijo a la señora—. Ya que me encuentro en vuestra presencia, os ruego me ayudéis en alguna forma.

Entonces la matrona le preguntó al rey de los aires:

—No dudo de que conozcas ese pueblo. ¿Cuál es el camino más corto para llegar a él?

Y habló el cóndor:

—El demonio corta camino a través del mar. El mar para el es cómo si se le extendiera un puente. Por allí transita. El camino terrestre es muy largo. El océano se extiende a gran distancia. Este joven se encuentra ahora justamente a medio camino.

Y la virgen le ordenó al cóndor:

—Mallku, conduce tú a este joven.

—Bien, mi soberana—dijo el cóndor.

La matrona les dio unos panes al mallku y al joven. Ambos comieron pequeños trozos y se saciaron. Luego, la señora indicó al joven:

—Este señor del espacio sabrá aconsejarte. Haz solamente cuanto te indique— y al cóndor le dijo: —Ahora, cárgalo.

El mallku se echó al joven a las espaldas y le advirtió:

—Cierra fuertemente los ojos. De ningún modo debes abrirlos. Cuando yo te diga y ordene “Mira”, entonces los abrirás.

Y así cargó al joven por los aires. Volando noche y día lo hizo cruzar el gran mar. Cortaron por el medio la inmensidad del océano. Estuvieron volando tres noches y tres días completos. Al acabar la travesía, el mallku le habló al joven:

—Abre los ojos y mira.

El joven abrió los ojos y vio que ya habían atravesado el océano. El mallku descargo al hombre, lo hizo descender en la inmensidad de una llanura sin fin. Luego le dijo:

—Aquello que divisas es el pueblo de Tutupaka.

Y cuando el viajero miró hacia donde el cóndor señalaba, descubrió una población cubierta de un humo denso que temblaba en la lejanía. Todos los edificios tenían techos de zinc y reverberaban en lontananza. El mallku comenzó entonces a darle avisos e instrucciones al joven:

—No ingreses al pueblo inmediatamente. Descansa primero en este lugar. Allá reside tu contendor.

En ese instante vinieron tres niñas a bañarse en el mar. La primera vestía de amarillo, la segunda de verde y la última de color púrpura. El mallku continuó:

—Esas tres niñas que vienen son las hijas del demonio. La de vestido verde se desnudará en la orilla. Observa con mucha atención dónde deja sus ropas. Debes levantar su vestido sin que te vea, mientras se está bañando. Esconderás muy bien ese vestido verde y luego simularás no haber visto nada. Te echarás encima del vestido mirando hacia otra parte. Después de haberse bañado, ella saldrá y buscará sus ropas. Se acercará a ti y te preguntará, pero tú nada confesarás. A lo sumo podrás decirle: “No he visto ropa alguna”. Junto con su vestido estarán sus anillos y un prendedor de oro de su blusa. Sacarás ambas joyas y las enterrarás aparte. Ella volverá nuevamente a interrogarte, cuando sus hermanas se hayan ido dejándola sola. Insistirá en sus ruegos, diciéndote: “Entrégame mis ropas, dámelas por favor. Yo sé que tú las tienes”. Y repetirá apremiándote: “Devuélveme mis ropas, entrégamelas de todos modos”. Ante sus exigencias, tú le revelarás el motivo de tu presencia en este lugar y le dirás: “Tengo un compromiso firmado con tu padre, por eso he venido. Hoy día se cumple el plazo para presentarme ante él”.

Así le instruyó el mallku. Y todavía le dio nuevos consejos, diciéndole:

—Luego le devolverás sus vestidos, pero no las alhajas. “Te devuelvo tus vestidos con la condición de que en algo me ayudes cuando esté en tu casa”, vas a decirle. La niña se retirará entonces con sus prendas de vestir, diciéndote: “Pierde cuidado que yo te ayudaré en lo que pueda. Cuanto me pidieres te lo concederé”. Pero, todavía una vez más regresará. “Mis anillos estaban dentro de mis ropas y los echo de menos”, ha de decirte. Tú debes responderle: “Solamente he encontrado tu vestido, ningún anillo he visto”. Nada más debes declarar. Entonces, para que le devuelvas sus anillos, ella mencionará cierto asunto. Solamente entonces debes hablar y hace un buen convenio. También acerca de la ayuda que te prestará en su casa le hablarás en ese momento. Cuando tengas segura su promesa, le devolverás sus dos anillos. La otra joya no has de entregársela de ningún modo.

Así le instruyó puntualmente el mallku y cuando hubo terminado remontó el vuelo sobre las nubes.

El hombre permaneció en el mismo lugar, como le había dicho el cóndor. Sin perderlas de vista, miraba embelesado a las tres bellas niñas que llegaron hasta la playa, se desnudaron y, dejando sus vestidos en la orilla, penetraron poco a poco en el mar para bañarse. Se sumergieren casi hasta las profundidades del océano; luego flotaron sobre las ondas y se divirtieron jugando y nadando.

Mientras tanto, el joven, arrastrándose a gatas, ocultamente, se apoderó del vestido verde. Hizo un vulto bien disimulado y echándose encima permaneció tranquilamente, como si no hubiera hecho nada, mirando en dirección opuesta.

Las doncellas, después de haberse bañado, salieron de las aguas. Cada una fue a recoger su vestido. Dos de ellas se vistieron y la otra se echó a buscar sus ropas. Las tres niñas se dieron cuenta de que allí había un hombre. La que había perdido sus ropas se le aproximó para preguntarle:
—Señor, ¿por casualidad has recogido mis ropas? Las dejé en la orilla mientras entré a bañarme en el mar.
—No he visto ropa alguna —contestó el hombre—. Me he echado aquí tan cansado que no podría haber levantado ningún vestido.
La doncella volvió entonces al lugar donde dejara sus ropas y continuó buscándolas, pero no las pudo encontrar. Sus dos hermanas retornaron al hogar, mas ella fue nuevamente adonde yacía el joven y le dijo:
—Solamente tú, señor, puedes tener mis vestidos. Te ruego que me los devuelvas.
Te daré en cambio lo que me pidas. El joven entonces le contestó:
—He firmado un trato con tu padre y hoy debo presentarme ante él.
Y la niña le respondió:
—Ya sé quién eres. Esta mañana mi padre decía: “Un hombre debía haber llegado hoy, pero aún no ha venido. Le aguardaré hasta el anochecer, pero si no llega iré a buscarlo en un carro de fuego”. Ese hombre debes ser tú. Yo velaré por ti en mi casa. Te daré lo que pidas. Lo único que te ruego es que me devuelvas mis vestidos.
A su vez el joven le suplicó:
—Yo también te ruego que me ayudes y favorezcas en todo lo que tu padre me ordene.
La doncella prometió concederle al joven cuanto le demandara. El joven, por su parte, le devolvió sus prendas.
Ella se retiró y se vistió. Ya vestida regresó donde el joven y le dijo: —Dentro de mis ropas tenía dos anillos y un prendedor de oro de mi blusa. Ten la bondad, señor, de entregarme esas alhajitas.
—No he visto ningún anillo. Lo único que encontré fue el vestido —dijo el joven y se cerró en no declarar nada más. La niña insistió, lo apremiaba sobremanera, le decía:
—Tanto mi padre como mi madre me reconvendrán: “¿Dónde dejaste tus joyas?
¿Dónde las has extraviado? Corre a buscarlas”, me dirán. Te suplico devolvérmelas.
Pero el hombre se empecinó en negar todo:
—No he visto nada. No tengo nada. La doncella entonces le propuso:
—Mira, me gustaría ser tu novia. Si me prometes casarte conmigo, te protegeré de todo cuando estemos en mi casa.
El mozo, alborozado, le respondió:
—¡De acuerdo!
Entonces la niña instruyó al mancebo de esta manera:
—Toma este anillo que te defenderá si algo ocurriera en mi casa. Ven ahora tras de mí y entra a la habitación en que yo entre. Luego hablarás con mi padre de esta manera: “¡Señor, cuan fatigado llego aquí! ¡Qué lejos queda vuestra casa! Pero he cumplido mi palabra y aquí estoy”. Así le hablarás. Y mi padre te dirá: “Pasad, buen señor, sentaos y cenaremos”. A la puerta principal, en un rincón, estará tendido un enorme perro guardián llamado Ninassu. Junto a él te echarás a descansar. En ese lugar te hará servir una opípara cena. Tú la recibirás, pero no debes comerla. Se la darás al perro Ninassu. Luego, mi padre te indicará: “Descansad en esta pequeña alcoba”. Tú te fijarás en un aposento chico de puerta verde, que estará abierta. Las habitaciones de otro color estarán cerradas. A una de ellas te conducirá mi padre: “Hospedaos en esta alcoba”. “Disculpad, gran señor, allí no puedo albergarme “, le contestarás y franqueando la puerta verde te arrojarás en la cama. Sólo esa cama has de aceptar y de ningún modo probarás los potajes que te brinde. Yo me encargaré de llevarte alimentos por la noche y entonces te diré lo que conviene hacer cada día.
Así le instruye puntualmente la niña y luego ambos se separaron. La doncella tomó la delantera hacia su casa y el hombre la siguió de lejos, sin apartarse ni un punto de sus huellas. Por la misma puerta por donde ella ingresó también entró el hombre y se tendió en el suelo.
—¡Señor, cuan rendido llego! —dijo el joven al tumbarse en el piso.
En el ángulo exterior de la mansión dormía echado un enorme perro. Casi junto al animal se tendió el joven.
—¡Oh, qué distante queda tu morada, mi señor! Pero al fin he llegado, exactamente en el día que mi citase—dijo el viajero.
El demonio, que en ese momento estaba sentado a la mesa dispuesto a comer, le contestó:
—¡Ah! No hace mucho pensaba, observando el camino: “¿Cuándo llegará ese joven?”
En seguida, le invitó, cortésmente:
—Entrad, señor. Sentaos y comeremos juntos.
—Poderoso soberano, no podré hacerlo pues estoy muy fatigado. Dejadme descansar aquí —dijo, excusándose, cortésmente el joven.
Entonces, el señor del Averno le mando llevar una cena abundante al sitio donde se había echado. Le hizo servir una gran variedad de potajes que el joven recibió con toda cortesía. Pero el joven echaba el contenido de los platos al perro guardián, quien en un instante lo devoró todo. El joven devolvió la vajilla, fingiendo haberse servido.
—Mi soberano, os doy las gracias. Que nuestro Señor retribuya vuestra generosidad —agradeció al devolver los platos.
El demonio hizo que sus criados retiraran el servicio, mientras el joven continuaba tendido en un rincón junto a la puerta y sigilosamente observaba cuál de las habitaciones estaba totalmente abierta. Así vio el aposento de puerta verde, abierto de par en par, y las demás piezas totalmente cerradas.
Satanás le señaló una de las piezas y le dijo:
—Dormid aquí, señor, y descansad. Entonces el viajero se excusó.
 —Gran soberano, disculpadme que no pueda entrar en esa alcoba cerrada. Os ruego hospedarme en este pequeño cuarto que está abierto —dijo entrando de hecho al aposento. Y se tendió a plomo sobre el pavimento.
Ante esta actitud el demonio no tuvo más que mandar una cama a la habitación escogida por el mancebo. El huésped recibió la cama, él mismo la tendió y se tumbó encima para dormir.
Por la noche, el demonio volvió a invitar al joven.
—Acompañadme, ahora. Sentémonos juntos y nos serviremos una sopa —le dijo cortésmente.
—Perdonad, mi señor. Tengo un cansancio tan atroz que no podré levantarme —se excusó el viajero...

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