Taxi
Nada me hubiera pasado si en vez de salir del centro por la Ayacucho seguía de frente un par de cuadras y agarraba la Prolongación Melgar, pero dije a esta hora me embotello ahí y no recojo un pasajero. De modo que bajé por la Ayacucho, crucé el puente y di unas vueltas por Umacollo.
Hasta que vi a esos tres llamando taxi en la otra vía.
Tuve que dar vuelta en U, lo cual me dio tiempo de observarlos un poquito mientras me arrimaba. Una chica de unos veinte, veintidós a lo mucho, con casaca y bluyín, buen cuerpo; un muchacho flaco, cara de gallinazo sonriente; y un hombre mayor que ellos, de unos treinta y cinco, un poco grueso.
Se les veía como cualquiera.
—Una carrera a Miguel Grau, cuánto —preguntó la chica cuando paré el carro. Ahora siempre que hay una mujer la mandan a ella. Bien monses.
Le dije una cantidad alta, ella me pidió rebaja, llegamos a un acuerdo y subieron los tres al asiento trasero. Eso ya me puso levemente intranquilo.
—A Miguel Grau, todavía.
Serían las cinco de la tarde. El tránsito para cruzar el centro estaba un poco pesado, y como el carro avanzaba despacio pude oír lo que conversaban a mis espaldas. Hablaban los dos más jóvenes, bromeaban acerca del cuerpo de la chica; como que el larguirucho quería algo con ella. El otro las pasaba callado, parecía estar haciendo cuentas mentales o acordándose de algo; de vez en cuando chequeaba la calle o me miraba por el retrovisor.
Mala onda desde el comienzo.
—Ya carajo —oí que le dijo el tipo ese a la pareja. Y los chicos al toque se callaron. La muchacha, que iba al lado de la ventanilla, cruzó los brazos y se puso a mirar la calle sin perder su sonrisa.
Íbamos saliendo de la ciudad y nos dirigíamos hacia esos Pueblos Jóvenes que cada día suben más por las faldas del Misti, llenos de serranos.
Pasamos las últimas pistas de asfalto; a partir de Alto Porongoche, el camino fue pura tierra, con calles de afirmado que subían y bajaban entre unas casas a medio construir, otras pocas habitadas, y un montón de lotes vacíos entre la quebrada y el precipicio. Casi nadie caminaba por allí.
Llegamos por fin al puentecito de Miguel Grau.
Qué dirección buscamos —pregunté.
—Siga nomás, yo le voy diciendo —el que habló fue el narigón.
Ahí debí pararme, pero la mirada que me dio la chica desde el retrovisor me engañó de nuevo, se la veía una mocosa con su melena corta, un poco divertida, sin miedo ni malas intenciones.
Seguí avanzando despacio, el cara de gallinazo me iba guiando. Trepamos cerros un rato y cuando llegamos a una curva junto a una quebrada honda me dijo:
—Aquí nomás pare, maestro.
Detuve al automóvil en media pista y apagué el motor, pero ninguno se movió.
Bajé rápido la mano para coger la barra que tengo debajo de mi asiento, al instante sentí el caño del revólver contra la cabeza.
Muy tarde reaccioné.
—¡No te muevas, mierda— dijo el flaco—, necesitamos tu carro!
—¡Ni cagando! —respondí.
Hubo un silencio y al cabo la chica fue la primera que habló. Como si le preocupase mi futuro me dio un consejo:
—No se haga el difícil, tío.
Por su voz, parecía satisfecha, la malparida.
—Baje nomás, no le va a pasar nada —añadió, y abriendo la puerta de su lado se bajó ella. La calle estaba vacía. El sol ya era pálido y los fondos de las quebradas se perdían en la oscuridad.
El flacucho comenzó a empujarme con el revólver por la cabeza. Le solté un par de insultos. Ahí el mayor de los tres abrió la otra puerta y se empezó a bajar también, y entonces el flaco cambió de posición. Cuando vi que la chica se me acercaba por fuera hice algo que no tenía pensado.
Agarré la llave del motor y la arrojé por la otra ventanilla lo más lejos que pude, con la suerte que cayó quebrada abajo.
—¡Viejo conchatumadre! —gritó el muchacho, y empezó a arrearme golpes con su arma en la cabeza y en la espalda. Yo me agaché nomás cubriéndome con las manos, y aguanté la tunda un rato. Hasta que la chica le gritó:
—¡Ya, deja!
Cuando bajó un poco el dolor levanté la cabeza.
El más viejo estaba de pie junto al auto, me miraba como si los dos comprendiésemos de qué se trataba.
—Bájese —me ordenó. Y ahora sí me bajé.
—Se jodieron —les dije. —A ver pues si encuentran la llave.
Me dolía la espalda y la cabeza, y más aun los dedos. Los cuatro nos paramos al borde de la quebrada. El gallinazo me seguía apuntando con el revólver pero yo entendí que ya no se trataba de dispararme.
—Por si acaso anda a buscar —dijo la chica dirigiéndose al picudo.
—Por las puras —contestó éste, a mi lado.
—¡Baja! —le gruñó el gordo.
La chica tomó el arma y el flacucho descendió poco a poco por la ladera mirando aquí y allá. No sé de dónde salió un perro, un chusco que llegó jugando; se paró a nuestro lado y como viera que éramos desconocidos empezó a ladrar. Yo pensé, “Gente”. Y los demás, también.
La chica se puso fea. Tenía unos rasgos durísimos, como si antes hubiera estado mostrándome sólo una máscara de simpatía. Me dijo mordiendo las palabras:
—Suba otra vez al carro.
Señaló con el revólver hacia el automóvil y yo fui y abrí la puerta de adelante, me senté al timón, pero cuando observé los ojos con que me miraba la tipa la seguridad se me fue yendo de a pocos. El más viejo la agarró a pedradas con el perro que corrió ladrando por la calle hasta perderse de vista. Y a pesar del bullicio nadie más apareció; o, si estaban por allí, se habían escondido. Una mierda son.
Cuando todo quedó tranquilo el flaco asomó otra vez, trepando la cuesta. Se sacudió la tierra de las manos y del pantalón, movía la cabeza de un lado a otro haciendo que Nada. Regresaron al carro observando a todas partes. Yo sentado allí dentro y el trío alrededor del taxi, así quedó la situación. Algo me dijo que debía callarme, y dejé casi de respirar.
Nadie hablaba, no sabían qué hacer. Ya la calle estaba oscura y vi que en algunas zonas a lo lejos empezaban a encender las lámparas.
A mí los dedos me dolían mil demonios.
—¡Vámonos! –ordenó el gordo.
Ninguno se movió.
—¿Y este huevón? —preguntó el gallinazo.
—Ahí déjalo, si abre la boca le metemos tres balazos. ¿Está bien? –dijo mirándome.
No contesté.
Cuando estaban como a unos veinte pasos les grité:
—¡Se jodieron!
Y fue cuando la chica volteó y me disparó. La bala destrozó el parabrisas y me dio en el hombro. Un golpe y un crujido de huesos y un gran frío; fue todo.
De ahí quedé sin poder manejar más.
Pero les metí la rata. Bien metida. Y eso nunca podrán olvidar.
(Willard Díaz Cobarrubias-Biblioteca Juvenil Arequipa-pág. 122)
Ubicación: Biblioteca de la Institución Educativa
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[ Nivel V ]